lunes, mayo 11, 2009


Guadalajara, crónicas de un siglo, es una nueva aportación, y muy valiosa, en esa oferta provincial, cada día más cuidada y más intensa, de lo que fue, es, o quiere ser esta tierra a la que Cela califica de "hermoso país al que a la gente no le da la gana de ir".

Se ha dicho que los buenos libros, como los corazones, tienen pulso y latido. Y lo tienen a despecho de tamaños, formatos y presentación editorial. Los libros que no laten, los libros fríos, sin temperatura propia, conducen al hastío del lector y al abandono. Tomás Gismera ha escrito un libro con pulso porque lo ha hecho con el corazón, con sensibilidad exquisita, con amor, con respeto casi reverencial a las tierras, las vivencias y las gentes que por él desfilan.

Me atrevería a decir que Gismera, desde la atalaya bravía de su Atienza, se ha asomado al balcón de cien años de toda una provincia, aupado a un trabajo de investigación laborioso, de paciente manejo de documentos y periódicos, pero sazonando cada relato con la aportación personal de lo directo o de la referencia próxima del terreno que pisa y de las gentes que trata.

No busquemos en el libro la historia rigurosa y exigente del transcurso de un siglo. Gismera, yo creo que de una manera acertada, ha huido de ello y nos ha servido su trabajo en forma de crónicas, donde hasta lo heterogéneo, el juego con los años, el relato o la cita aparentemente inconexo, prestan contagiosa amenidad, gratificante soltura y admirable desparpajo.

Sería un placer entrar en un análisis más detallado, pero el protagonista, en la presentación de un libro, siempre es el autor. He disfrutado con esemodo de sístole y diástole del corazón denuestra provincia, humilde hasta el ventaval de la guerra, encogido con una recuperación difícil, desnortado y sin pulso en buena parte cuando la despoblación de los cincuenta y los sesenta, y esperanzado en una recuperación que Gismera hace aparecer, como una bocanada de aire fresco, en la última década.

No están ya para verlo los que un día aciago tuvieron que marchar, ni las lágrimas de los que, impotentes para la aventura, se resignaban con la despedida.

Ni están Layna Serrano, defensor apasionado de nuestra historia y nuestras piedras; ni José Antonio Ochaíta, que se murió con un puñado de versos junto a los muros de la Colegiata de Pastrana; ni Buero Vallejo, ni Lera, ni Alonso Gamo, ni Ramón de Garciasol, ni José de Juan, ni García Perdices, ni tantos otros que Gismera ha traído a su libro y su recuerdo.

Ni Lino Bueno, el de la Casa de Piedra de Alcolea del Pinar, ni los muchos alcaldes, secretarios, Obispos y curas o modestos vecinos que se han quedado para siempre en el libro.

El ayer remoto, el ayer inmediato y el hoy, tienen tratamiento prolijo en la obra de Gismera. Es un contar vivencias que recorren y perfuman la transformación paulatina de todo ese acerbo y que a la fuerza de próximo y humano sigue oliendo a verdad, como laleña verde de las chimeneas, el pan que ya no se hace en el horno comunal; la cera delaprocesión del día de la fiesta o el inconfundible paso de la dula de las cabras a la vuelta del careo.

De todo eso, de cómo era, de cuándo y por qué dejo de ser, y por qué se ha transformado nuestra provincia, hay mucha huella feliz en el libro de Gismera.

Gracias, por haber consentido que yo pudiera proclamarlo.

Salvador Toquero Cortés.