domingo, julio 29, 2012

El día de la Ascensión

EL DIA DE LA ASCENSIÓN.

En La Miñosa apenas vivían una docena de personas, aunque desde hacía pocos días eran dos más, Tomás y su mujer, quienes después de jubilarse en Madrid habían regresado al pueblo que los vio nacer y del que salieron con el vendaval de la emigración. Regresaban para disfrutar de todo lo que antes no se pudo. A disfrutar de los caminos, los montes, los arroyos, el silencio, el canto de los gallos y de los pájaros por la mañana, y ver a los corzos al anochecer o al amanecer bajar hasta el río; y ver pasar como relámpagos por debajo del agua las truchas de plateados lomos, y de cuando en cuando mirar al cielo y verlo pintado de azul sirviendo de escenario al vuelo señorial de una pareja de águilas, sobrevolando con majestuosidad estos cielos de la serranía atencina, meciéndose en la hamaca de las corrientes térmicas.

Entre las sencillas maravillas del pueblo todavía se conservaba el lavadero, natural como el entorno, y que como en otros lugares, como la fuente, el atrio de la iglesia y la olma de la plaza, sirvió de lugar secreto de citas y arrumacos escondidos, cuando la vida era otra, como las costumbres y los tiempos, e incluso las mismas personas.

El lavadero de La Miñosa estaba a las orillas del río, sombreado de olmos enfermos de grafiosis y rodeado de lajas de pizarra que relucían como el oro de tanto bruñirse a dos manos, y por donde de mañana, a la sombra, escarbaban las gallinas como lo hicieron siempre, una pata adelante y la otra atrás, las alas a medio abrir para mantener el equilibrio, los ojos atentos a la lombriz y el pico acerado y duro de tanto horadar la tierra. La tía Gabina arrodillada sobre las lajas de pizarra restregaba la ropa con jabón de pueblo, como ahora llaman al que casi siempre hubo y que para tantos remedios se empleó, que hace poca espuma y al decir de la tía Gabina, como el suyo ninguno.

Lo había visto hacer desde siempre, lo hizo ella durante toda la vida, y entonces, a los noventa o más, no pensaba cambiar.

La tía Gabina solo pensaba decir su edad cuando llegase a los cien años, y al decir de sus palabras, le quedaban menos para llegar de los que la gente imaginaba.

La longevidad en la zona ha sido una constante a lo largo de la historia, el famoso médico don Manuel Zafrilla y Zapata, doctor en la comarca de Atienza antes de su traslado a los Reales Baños de Sacedón y su posterior paso al servicio del Cabildo de la Catedral de Sigüenza, habló en el mes de abril de 1812 de haber conocido en la zona a gentes próximas a los cien años, cuando la edad media de las personas no llegaba a los sesenta:

Se ven personas de noventa y más años de edad que conservan una agilidad y una alegría natural que los hace parecer más jóvenes, prueba nada equivocada de la pureza de costumbres.

La tía Gabina preparaba el jabón en un cubo con un kilo de sosa, otro de grasa o aceite sobrante de los refritos, un litro de agua, un par de puñados de sal gorda, dos sobrecitos de azulete para darle color y unas cucharadas de harina blanca, si fuese de sémola mejor, para que quedase suave la masa, bien batido todo en el cubo, sin dejar de remover, a la derecha siempre con un palo, porque la izquierda, la del diablo, lo corta, hasta que el ungüento se vaya espesando, cogiendo consistencia.

-Se sabe que está a punto cuando el palo se queda tieso en la masa, entonces se saca del cubo y se vierte en un molde.

Hay quien al molde le pone un papel para que salga mejor, sin embargo el papel a veces se pega y queda feo, la tía Gabina lo untaba de harina, lo dejaba reposar un buen rato, lo volcaba sobre el suelo y lo troceaba antes de que se pusiese duro, con un alambre fino.

-Si se hace con un cuchillo o con un alambre gordo se descascarilla.

Se le deja secar y ya está, jabón natural hasta que se termine. Unico para aliviar las más imposibles impurezas.

El viajero recordó haber leído en alguna parte que por los años de juventud de la tía Gabina se llevaba el jabón Ninkol, cuarenta y cinco céntimos costaba la pastilla, y conoció a quien se dedicaba a vender arena de roca arenisca para restregar las sartenes y los pucheros de barro, cuando hervían hora tras hora al mismo fuego y acababan tiznados por el hollín, y a quien hacía estropajos de las sogas de esparto. Eran medios de ganarse la vida cuando la necesidad aprieta.

Alrededor del lavadero una gallina clueca con docena y media de polluelos correteando a su alrededor picoteaba tan pronto la hierba como se ponía a escarbar y llamar a los retoños, de pocas semanas, que acudían al lugar a disputarse la lombriz.

Entre tanto, un gallo orondo y altanero canturreaba una y otra vez subido sobre el tapial de un huerto, marcando su territorio. Las gallinas, el gallo, la clueca y los polluelos eran de la tía Gabina, que era tanto como decir la tía refranes, pues todos los parecía saber, como la gente de campo, y todos tenían su sentido.

-Entre la santa y Santiago pintan las uvas y por la Virgen de septiembre ya están maduras.

La Santa es Santa Librada, patrona de Sigüenza, y aunque de origen francés, con mucha devoción en la comarca desde los tiempos del primer obispo de la diócesis. Se festeja el 20 de julio, porque por aquí, en La Miñosa, como en tantos otros lugares, la vida del pueblo siempre giró en torno al santoral. Santa Quiteria, Santa Agueda y Santa Librada fueron llaves para todo el año. Santa Librada del verano, Santa Agueda del invierno y Santa Quiteria de la primavera.

En la montaña, aunque lo marquen el calendario y los colores ruborosos de hayedos y robledales apenas hay tiempo para el otoño.

-El que quiera tener pollos el día del Señor, ponga la culeca el día de la Ascensión.

El de la Ascensión era uno de aquellos días que a lo largo del año, y durante siglos, relucía más que el sol. Ahora ya no se sabe con tantos cambios en el calendario festivo.

Entonces en La Miñosa, como en otros muchos lugares, como para tantas tías Gabinas de la época, la Ascensión tenía un interés especial, aparte del religioso, siguiendo al refranero y a la herencia de las costumbres que pasaron de generación en generación y nadie se atrevió a contradecir.

Todo tiene una vez explicado su por qué. Desde la Ascensión al Corpus hay justamente 21 días, los mismos que la gallina tarda en incubar los huevos. Para el día de la Ascensión todo debía de estar dispuesto, huevos y cesto. Por gallina no había problemas porque en ese día cualquiera podía servir, aunque no hubiese salido clueca. Eso sí, los huevos siempre debían de ser nones y siempre quince, diecisiete, diecinueve o veintiuno, nunca más y nunca menos.

-En el instante en el que durante la misa la campanilla tocaba el alzar a Dios, salíamos las mujeres de la iglesia a todo correr, porque entonces era cuando había que poner la culeca a los huevos, en ese instante cualquier gallina, porque cualquiera de ellas se quedaba a incubar, luego se tenía la cosa de que las gallinas que salían culecas había que tenerlas un par de días a lo oscuro para que se les quitara el culequeo, y veintiún días dando de comer a la gallina pan con vino o harina con leche, para que no perdiera fuerzas, y el día del Señor, con suerte y si todo salía bien, diecinueve pollitos como diecinueve soles; las pollitas a reservarlas para poner, y los pollitos a engordarlos y para el escabeche de las fiestas y las meriendas de los segadores y de la era, ya ve usted que cosas y que tiempos aquellos...

El viajero leyó en un manual de agricultura publicado en Madrid en 1948:

Una clueca debe considerarse como un despilfarro, come mucho y no pone, por eso es necesario quitarle ese tiempo, al efecto se coloca sola en una pequeña caja de tela metálica suspendida del techo, después de unos días el deseo de incubar desaparece, no olvide ponerle agua y comida.

Ahora los pollos se crían en granjas de forma intensiva, les denominan broilers y se sacrifican a los 45 días de su nacimiento, como término medio. Son pollos que llaman de crecimiento rápido, más contemplar una gallina de vieja raza castellana con sus polluelos de diferentes plumajes es toda una delicia natural.

La tía Gabina seguía poniendo diecinueve huevos a incubar el día de la Ascensión, mañana o tarde, dependiendo de cuando fuese el cura a decir la misa. Por eso seguía teniendo polluelos de bellos y variados plumajes correteando alrededor de una hermosa clueca.

-Hasta que Dios lo quiera –se despidió del viajero, reafirmando sus costumbres.

Tomás Gismera Velasco
(Al viajero le pareció conveniente en su momento cambiar el nombre de Juliana, por Gabina)