martes, julio 31, 2012

La ciudad del silencio

LA CIUDAD DEL SILENCIO.

Los girasoles, cultivo nuevo en tierras donde antes brotaron centenos y trigales, enseñan sus llamativos colores, se tienden al sol y se recuestan a lo largo de la línea que marcan los vallejos de Los Hornillos y El Llanillo, a los pies de los picos Currumacho y Amiralejo, por donde discurren las tierras de Palazuelos, Pozancos y Bujalcayado.

La Venta de la Maña, al borde del camino, fue a lo largo de los tiempos una institución en la comarca. Ahora, entre la arboleda, se adorna de pétalos amarillos que revientan en el paisaje, y Palazuelos se corona con sus murallas y se antoja desde la distancia como una caja de sorpresas mendocinas en la aridez de la tierra castellana. En Pozancos, por mucho que se anuncien en los menús a la carta de los restaurantes de la zona, ya no se siembran las suficientes judías para llenar todos los platos, y apenas quedan cuatro vidas como testimonio de lo que fue una buena población.

La torre de Séñigo, refugio de obispos en horas de caza y tiempos muy pasados, muestra las dentelladas del tiempo, y los arroyos cogen fuerza para bajar a la carrera por la loma de Valdechábalos a abrazarse presurosos al río Henares, uno de los ríos padre provincianos que sale de Horna casi silencioso y abandona la provincia con bullicio de fiesta. Hilo de agua en sus comienzos y lengua montaraz en su final, cuando nos deja levantando espumas al decir adiós, como queriendo decir que le damos mejor trato en su nacimiento que en su mayoría de edad.

Horna, con su fuente nacedera del río Henares se queda un poco a trasmano de Sigüenza, con la enseña de su torre del reloj; un reloj macho, según cuentan; detenido en una hora fija, movido por poleas desde que se instalase allá por 1790, cuando se levantó la torre, y que se quedó detenido cuando a Ezequiel Rupérez, el herrero del pueblo encargado de darle cuerda y mantenerlo en funcionamiento, también se lo llevó el tiempo.

El viajero se admira de aquellos artilugios que fueron la enseña de muchas poblaciones. Torre del reloj en Horna, en Bocígano, en Selas, en Almonacid de Zorita, y en tantos otros lugares cuando no había más relojes que los de la villa, o más remedio que seguir la sombra de la torre de la iglesia para suponer por donde andaría el sol.

Desde el camino de Fuente Rostra se arrodilla Sigüenza, la ciudad episcopal, levantando torres por encima de un caserío pintado de rojo y ocre, dibujando líneas que se antojan graves y que como a Roma todos los caminos, a la catedral conducen estos, que se señala con la impresionante fuerza expresiva de sus torres, atrayendo a ellas todas las miradas y apoderándose de un manotazo de todo el horizonte. Echando a un lado las torres almenadas del castillo espiscopal, para evitar así comparaciones y erigirse ella, la catedral, como la única dueña de todas las miradas.

Antonio Ponz, que escribió sobre Sigüenza más que sobre otras poblaciones, comienza diciendo:

Sigüenza, ciudad noble y antiquísima, Dios sabe quien la fundó, pretenden que los Saguntinos, destruida e incendiada su patria, hoy Murviedro, cerca de Valencia, por los Cartagineses, se fueron viniendo los que pudieron escapar, atravesando cerros y valles, hasta este paraíso, y le dieron el nombre de Sagunto, que degeneró en Saguncia y después Sigüenza. Estas son historias antiguas que no hacen a nuestro propósito.

El viajero entra en la magnificencia de la catedral, alforja al hombro, como un peregrino llevando por delante su cayado, por la Puerta de los Perdones, por donde siempre entraron aquellos.

La Puerta de los Perdones, flanqueada por dos de las más hermosas torres almenadas que los ojos pueden contemplar, la del Santísimo a la izquierda y la de las Campanas o de don Fadrique a la derecha. El campanil de las nueve apenas se deja ver en la distancia de la altura. Si se aprecia la Santa Bárbara, enorme, la más grande de todas las campanas; la Campana Mayor y la refundida Campana Dorada.

Para llegar a la Torre de las Campanas hay que subir 140 escalones, merece la pena aunque solo sea para pensar, viendo a la Santa Bárbara, en cuantas campanas de nuestra tierra llevan el mismo nombre, y como no, sentirse dueño de un horizonte visto con los ojos de un pájaro. De ver la ciudad de los obispos desde la misma altura de sus torres. Desde las mismas almenas a las que se asomaron los clérigos guerreros, quienes sujetando con una mano el báculo y con la otra la espada, mandaron izar, piedra sobre piedra, la fortaleza del Señor a quien pretendían o decían servir, desde que don Bernardo de Agén la idease tras la conquista de la ciudad, convirtiéndose en su Señor, dueño de un señorío que llegó a contar con cuatrocientos cincuenta lugares, de ellos cientos veintiocho villas con Sigüenza como única ciudad, y cien mil personas en su territorio, sin contar a los eclesiásticos, que eran igualmente número elevado.

Ya no hay caniculario a las puertas con vara en mano dispuesto a echar a los canes del templo de Dios, pero no faltan los mendigos, en una escena que nos retrotrae al Siglo de Oro, a la época de los Lazarillos, los Sanchos y los Quijotes; que nos alcanza a los Licenciados Vidrieras, atraídos por la sopa boba al tañer de las campanas.

Consta la catedral de tres naves, su longitud de trescientos y trece pies, y su anchura de ciento doce. La nave del medio tiene de alto noventa y ocho pies, y las colaterales poco más de sesenta y tres cada una, con igual proporción a la del medio en la anchura. Así las paredes, como las bóvedas, son fortísimas, y de piedra, contándose los pilares de las paredes entre capillas son veinticuatro los que sostienen las bóvedas. Tienen cañas de columnas agrupadas, como es regular en el estilo gótico, y las aisladas constan de cincuenta pies de circunferencia.

Los datos que, con más o menos puntual exactitud le fueron facilitados a Antonio Ponz.

Impresiona el silencio del templo como impresionan los grandes espacios. Las grandes alturas de las bóvedas, en las que parecen dibujarse el eco de las pisadas, en esa tenebrud inmensa del silencio en el que decenas de ojos cerrados miran sin mirar desde el otro lado de la vida, convertidos en pétreas estatuas alabastrinas en las que las formas se dibujan con tamaña precisión que, uno duda, de si en realidad los gestos están esculpidos en la piedra o si acaso aquellos caballeros, obispos y donceles que reposan para la eternidad de los siglos untados en calicanto y yesos bajo la impresionante fortaleza, están solamente dormidos. Meditando quizá en esa postura que el cincel labró de sus personas, cuando ya estaban convertidos en espejos de la muerte, en esperanza.

La catedral es por si misma ina inmensa ciudad metida dentro del regocijo de la ciudad bulliciosa que ha crecido por fuera de sus muros.

Dentro de la catedral hay otro mundo de paz y sosiego, que se respira a cada paso, y aún se advierte en cada una de sus capillas, en las que en los días de oficios solemnes medievales debieron de lucir las candelas arrancando destellos a los oros. Cuando uno se imagina el desfilar lento de la larga comitiva dispuesta a ocupar sus lugares conforme a mando y oficio: deán, arcipreste, arcediano, chantre, maestrescuela, magistral, doctoral, lectoral, penitenciario, beneficiados, canónigos de oposición y de gracia, organistas, lorrios, archiveros, somolinos, sochantre, moreno, maestro de capilla, mozos e infantes de coro, criados, donceles..., y el órgano lanzando sus notas al viento.

Entrar en la catedral es entrar en otros reinos en los que el silencio se palpa a cada instante. Desde cualquier lugar se asoman los fantasmas del pasado en forma de bultos funerarios, mirando sin ver al visitante, quien al tiempo que los mira, queda extasiado viendo la filigrana del mármol, el granito o el alabastro, queriendo dar vida a la muerte de aquellos que pasaron y han quedado así, reflejo en piedra para la eternidad postrera de los siglos.

Se sienten los pasos apagados de los fieles y de los curiosos, y la luz se filtra con timidez desde los 28 metros de altura de la nave central, con sosiego divino de quien la manda desde las alturas.

Mirando al cielo del templo, donde las rosas de piedra se dibujan, tiene cualquiera la impresión de no ser nada ante tanta grandiosidad que encoge sin quererlo cualquier ánimo.

El viajero se imagina, volviendo la mirada atrás, la catedral iluminada por decenas de hachones de cera, con todas las dignidades entrando en procesión por la Puerta de los Perdones. Con los dos órganos dejando escapar sus notas al unísono y todos los prelados rodeando la girola y ocupando sus puestos en el coro antes de procesionar nuevamente para salir por la Puerta de la Cadena.

Impresiona el espacio de la muerte, el espacio de la esperanza en la resurrección de la carne, buscando en el enterramiento la cercanía de la vida, siempre atendiendo a las dignidades, cuanto más altas mas cerca del Baptisterio. El atrio para los ministros mayores, las galerías para los caballeros y las capillas para sus fundadores. Lugares distintos para canónigos y escuderos, parientes y beneficiados, capellanes y criados.

Aunque el viajero lo quiera, no puede pensar que a la catedral, como al resto de iglesias, en el día de las ánimas, se les fuese a rezar la novena, y como en las iglesias pequeñas de las aldeas perdidas, se arrodillasen los deudos sobre las tumbas de sus ancestros, ocupando el sitio de los suyos.

Todo un mundo dentro del mundo del templo de los templos.

Doce mil misas por año se dijeron y cantaron dentro de estos muros. Mil misas al mes. Doscientas cincuenta misas por semana. Treinta y ocho misas diarias. Más misas que horas tiene el día.

El viajero se pasaría las horas contemplando con deleite cada uno de sus detalles, desde las mil labores que dan cuerpo al retablo en el que se encuentran las reliquias de Santa Librada, donde no se anduvo don Fadrique de Portugal en miramiento de gastos, hasta el sepulcro de Martín Vázquez de Arce, o los no menos ornamentados de sus padres; o la lograda y magistral estatua yaciente del obispo de Canarias, su tío, don Fernando de Arce.

Cada uno de sus más recónditos secretos son dignos de admiración, pero el viajero ha de seguir camino entre rancios edificios que denotan la hidalguía de la noble ciudad crecida en torno a la piedra dorada del templo de los templos.

El viajero admira la plaza que conoció en los papeles don Pedro González de Mendoza. El espacio urbano de amplia superficie donde se suele concentrar la vida pública en torno a edificios religiosos, administrativos y comerciales o con motivo de eventos culturales y festivos de importancia, como cuentan los libros de leyes y fundaciones.

Las plazas han sido tradicionalmente lugares agradables, bien dotados de una mínima regularidad y armonía estética, propicios para el encuentro, el intercambio o el descanso.

También han servido de escenario para la representación del poder y la administración de justicia, y para las manifestaciones de protesta y las revueltas contra ese mismo poder y esa misma administración de justicia, y...

En las plazas se reunieron los concejos, se hicieron los bailes, las fiestas, los toros, las celebraciones religiosas...

La plaza de Sigüenza, cerrada por su catedral, su ayuntamiento, las casas nobles de la tesorería, y las que pertenecieron a los hidalgos de la ciudad, es quizá una de las más impresionantes, por su sobriedad, de toda Castilla.

TOMAS GISMERA VELASCO