martes, julio 31, 2012

La última de Morenglos

LA ULTIMA DE MORENGLOS.

El río Alcolea se desliza cansino en dirección sur. Deja un ramal en el arruinado molino del Prado y gira a la derecha, hacía Alcolea de las Peñas.

Antes de llegar al pueblo se le juntan las aguas del río de la Carderada, que baja por la Sierra Mediana y atraviesa las tierras de lo que fuera término municipal de Morenglos, desaparecido como tantos otros a fines del siglo XIX, y tras los brotes de cólera que arrasaron una buena parte de los pueblos de la zona allá por la década de 1880. Si bien su soledad estaba ya sentenciada, como sucedió con otros de la zona.

El viajero ha tenido la oportunidad de conocer un testimonio sobre aquellos días de luto y muerte referido a Jadraque, y se le encogió el corazón al conocer que, a causa de aquella epidemia se diezmó la población; en Jadraque, y durante algunos meses, hubo diez o doce muertos diarios. Estos eran dejados a las puertas de las casas para que los recogiesen los sepultureros. Alguno llegó vivo a la tumba. Se suspendieron los oficios religiosos para acelerar los enterramientos, y temiendo el final de sus días, hubo quienes gastaron su capital en la taberna para que al menos la muerte les pillase con el estómago lleno de vino y escabeche, y el bolsillo vacío de amadeos.

La tierra vuelve a cambiar, y por el efecto de las sales comienza a vetear de blanco, como el tocino en el jamón curado. Es la sal.

Desde la distancia se divisa, como un olmo viejo y solitario mordido por el tiempo y el olvido, la espadaña de la torre de la que fuese iglesia de Morenglos, con los vanos de las campanas sin campanas y un solitario retazo del muro de la iglesia, el resto de sus piedras sirvieron para levantar la de San Juan de Atienza, venteando los aires y sirviendo como único testigo de que allí hubo un pueblo.

La torre se asienta sobre una enorme laja de piedra en la que quedan horadadas varias sepulturas que hasta no hace demasiado tiempo albergaron los huesos de sus últimos moradores, y que la dejadez, las alimañas y el paso de los días se encargaron de esparcir por el entorno para servir de sabia nueva a la tierra, polvo al polvo y en polvo te has de convertir, nos dicen con razón dibujando en la frente la cruz con la ceniza.

Cuentan, los más viejos del entorno, que desapareció Morenglos devorado por una plaga de hormigas que fue horadando los cimientos del caserío, hasta que de él se fueron marchando, como huyendo de esa plaga, todos sus moradores; y cuentan otros, siguiendo el hilo de la madeja de la leyenda, que los vecinos se envenenaron al comer de un caldero de cobre en la celebración de una boda; y dicen los demás que se fueron huyendo de las pestes y de la sal que dejó inútiles sus tierras.

Leyendas que hacen crecer el mito y engordan las costumbres de nuestros pueblos. Sin ellas muchas de nuestras tradiciones carecerían de sentido.

Idénticas leyendas de abandono corrieron en torno a los despoblados de Bonilla, Cuevas o Ratilla, entre Alcolea del Pinar y Anguita, deshabitados ya en el siglo XVIII, y en tantos otros que se diseminan por los cuatro puntos cardinales.

Los murallones roídos de las casas de Morenglos se señalan ahora como mudos testigos del tiempo pasado, en medio de los trigales que crecen apretujados, y como cabañuelas sin oficio se amontonan las piedras al borde de las sendas para evitar mellar las vertederas de los tractores todos los otoños volteando las tierras, y el viajero que las recorre en homenaje al tiempo pasado se imagina a la última habitante de Morenglos, la tía Quiteria, curiela de oficio, recorriendo la senda polvorienta envuelta en su toquilla de lana, tejida por ella misma, mirando al frente y sin volver la cabeza, camino de Alcolea de las Peñas, para terminar allí sus días acompañada del pueblo, cuando el siglo XX comenzaba a alcanzar su mayoría de edad.

El viajero, a quien le han mostrado aquellos testimonios, se imagina a la tía Quiteria asomándose día tras día desde el cerro del Perical a lo que fue su pueblo y cuna de los suyos, derramando lágrimas sin encontrar consuelo, y se imagina tantas cosas que debieron de pasar por la cabeza de aquella mujer, llevada en carro al juzgado de Sigüenza para dirimir la razón territorial de un pueblo que quedaba para siempre unido a la leyenda, cuando sin nadie que tocase las campanas de la torre de la iglesia, o rondase sus calles, o se asomase al fresco de la luna en las noches agosteñas, le tocaba a ella, Quiteria de Miguel Garcés, la última de Morenglos, dar la razón por la que las tierras que ella pisó y antes sus mayores, debían de ir, como ella se había ido, a Alcolea de las Peñas, en lugar de a Tordelrábano, que también las reclamaba para sí.

Tiene que ser necesariamente triste convertirse en el último eslabón de una cadena, y ver como esta se acaba perdiendo, algo así ocurrió con muchos pueblos, con demasiados en la provincia. Al viajero le viene a la memoria el nombre de Alonso Benito, último vecino del también desaparecido poblado de Vesperinas, en 1578.

Al viajero, por lo reciente, le viene a la mente uno que quedó atrás, Villacadima, la Villa del Cadí de tiempos remotamente lejanos, que se recuesta gallardamente al final de la provincia mostrando también las desnudeces del tiempo entre murallones derruidos, y que recibió a toda su población el día en el que se reconstruyó la iglesia.

Quiteria de Miguel Garcés, la última de Morenglos.

Tomás Gismera Velasco