martes, julio 31, 2012

Labrador, labrador

LABRADOR, LABRADOR.

Por los altos de la Sierra del Bulejo todavía se ven volar unos cuantos avantos, como por la zona denominan a los buitres, de cuellos largos y pelados, con el pico que parece retorcido, atentos al movimiento de la tierra; colgados del aire, suspendidos sobre las corrientes térmicas que mantienen su descomunal envergadura.

Al parecer anidan en los inmensos roquedales de las hoces de los ríos sorianos y segovianos, y de cuando en cuando se echan las nubes a los hombros y sobrevuelan la Sierra de Pela, dejándose ver y casi tocar por el Alto de la Vara y el de las Cabezadas, en tierras de Bañuelos y de Retortillo, por encima de Miedes de Atienza, población que todavía mantiene en su Plaza Mayor la antigua fuente barroca de dorados caños con canalillos de madera para llenar los cántaros. Frente a ella, en el frontón, las sucesivas inscripciones de los quintos y de los alcaldes que trabajaron lo uno y lo otro, en ese deseo oculto de perpetuar los nombres, como si dejándolos inscritos en un frontón o en una fuente fuese suficiente para que futuras generaciones puedan hacer juicio justo sobre su labor.

En Miedes, que en tiempos disputó señorío con Atienza, habitaron los hidalgos. Hidalgos de apellido Recacha, Somolinos o Beladíez. En la vieja casona de los Beladíez se halló en su día uno de los primeros manuscritos de la Constitución de 1812, la famosa Pepa, y es que uno de aquellos fue uno de sus redactores, don Joaquín María Beladíez Ortega de Castro de Herrera y Azoños, doctor en Cánones por la Universidad de Alcalá, y miembro de la Junta de Defensa de Guadalajara por la comarca de Atienza entre 1811 y 1813. Sus descendientes, desconociendo lo que la casa guardaba, lo echaron al cajón de los desechos, lo que probablemente no hubiese gustado a los forjadores de la saga familiar, don Hernando de Beladíez y doña Catalina de Saavedra, naturales de Ujados y Atienza, respectivamente.

Y en Miedes nació uno de los últimos beatos de la iglesia católica, Eladio Mozas Santamera, hijo del médico del lugar, en 1837. Con el paso del tiempo Eladio, además de entrar en religión, sería el fundador de las hermanas Josefinas de la Santísima Trinidad por tierras de Extremadura.

Por aquí, por las alturas de las sierras del Bulejo, de Pela y de Cabras, la tierra es roja como la sangre reseca, y se percibe la altura. Soplan unos vientos berlangueses que años atrás trajeron de cabeza a estas poblaciones. Se trata de un viento frío que al decir de los antiguos tratadistas de medicina originaba las pleuresías en toda la zona.

Por estas tierras altas desde las que Guadalajara comienza a descender al llano, cuenta la leyenda que anduvo el Cid Campeador contando lanzas la última noche de su destierro castellano, antes de lanzarse hacia el valle del Henares y salir de Castilla, como quien dice, por la puerta falsa. Y cuenta la leyenda, casi madre de la historia, que a los pies del Pico de Enmedio, junto a las aguas del arroyo de la Fuente Caliente, hizo noche y dejó su nombre a la Peña del Cid, porque desde esta observó los muros del castillo de Atienza, y es más que seguro que observase a lo largo de la noche las luminarias prendidas en las murallas de la enriscada villa que le hicieron desistir de intentar la conquista y decidirse por Castejón, en el valle del Henares. Otras leyendas cuentan que bebió agua del Pozo del Cid, y que tomó uvas en las viñas de Rui Díaz, a los pies del castillo de Atienza, como otras leyendas hablan de cómo en el castillo de Jadraque halló cobijo, tanto él como su caballo Babieca. Las mentes más calenturientas del lugar mostraban todavía la pesebrera en la que el caballo se desayunó su buena ración de cebada, hasta época bien reciente.

También por estas mismas tierras anduvo casi mil años después, a lomos de una mula blanca de altas orejas inquietas, un joven filósofo guiado por un vaquero seguntino, el sabio Rodrigálvarez, un apellido que resuena a historia castellana; y encontró el filósofo que estas tierras a caballo entre Guadalajara y Soria, con ser de las más pobres, eran entonces, hará pronto cien años, las que más escuelas mantenían. El viajero ha podido ver, casualidades del destino, las viejas y amarillentas fotografías de aquella aventura en la que el vaquero seguntino amanece con su gorra de piel de conejo y el filósofo patea los campos con deleite; o aquellas otras en las que aparece reposando, las mulas abrevando en la fuente, bajo los soportales de la plaza Mayor de Atienza.

Al viajero se las mostró con orgullo el hijo mayor del filósofo, don Miguel Ortega Spottorno, señalándole la diferencia del antes y el después; el antes, cuando su padre, junto a las mulas, entraba en la plaza Mayor de Atienza con las calles embarradas. El después, cuando la plaza en la que su padre descansó se poblaba de vehículos a motor. Allí, don José escribió aquellas líneas tan hermosas en torno a los soportales:

“En la vida española ha debido de haber una época magnífica; la época en que se construyen las grandes plazas con soportales, a que, en algunas villas, siguen calles enteras cubiertas. Nos es tan familiar esta prócer imagen del pasado que no reparamos bien en su magnificencia. Al menos, yo confieso no haber, hasta ahora, caído en la cuenta de lo que esta idea urbana significa y del esfuerzo que su ejecución representa. El coste de la obra era enorme para aquel tiempo. Los soberbios fustes de las columnas daban a todas las casas porte de palacios y obligaban a una construcción en saliente, dificultosa y cara. Pero además, en los lugares de la ciudad donde el terreno valía más, se renunciaba a una parte de él para convertirlo en vía pública”.

Hoy, para desgracia de estos pueblos, las escuelas están cerradas y son en la mayor parte de los casos un esqueleto yerto, de paredones desmochados y tejados pintados de medias lunas en fase menguante, encorvándose hacia adentro.

También eran las tierras en donde mejor y con más gallardía se mecían los trigales, y donde con mayor holgura se restregaban los rebaños contra la aspereza de esa tierra en la que crece el cardo, ventolea a su antojo la borrasca y domina los cielos, tan pronto el conocido avanto en busca de la carroña, como alguna de las últimas parejas de águila real, quizá sobrevolando sus antiguos y extensos dominios.

En Romanillos de Atienza, donde las casas a juego con los campos se levantan con piedra de sillar de arenisca del color de la sangre reseca, está la fonda o posada, en la que se alojó el joven filósofo, don José Ortega y Gasset y descubrió la belleza de la Niña Virgen del Harnero en una tarde tormentosa del mes de agosto:

Era tiempo de agosto, bochornoso, inquieto, y en aquella tierra fría aún se andaba en la recolección. Los pueblos estaban ceñidos por el cinturón dorado de las eras, donde las parvas relucían como joyas amarillas. A mediodía llegué a Romanillos, una aldeita náufraga en un mar de espigas”.

Hoy la posada es, como tantas otras casas del lugar, un edificio de puertas cerradas que sirve quizá de granero, quizá de establo, y quizá algún día cuelguen de su fachada un letrero de madera recordando el sucedido. El viajero se lo contó a su reciente alcaldesa, que vino de tierras lejanas a depositar sus sueños en la tierra de sus mayores, como regresan las golondrinas todas las primaveras, y la alcaldesa, golondrina en las tierras de Castilla, le sonrió con delicadeza y esperanza en un futuro mejor.

Supone el viajero que por entonces, cuando por aquí pasó don José Ortega y Gasset, el maestro de primeras letras ejercería aquel cargo y el de secretario municipal y tal vez el de sacristán, como era habitual por todos estos pueblos, a cambio de una casa en la que poder vivir, unos pocos reales por criatura que asistía a las lecciones y unas fanegas de trigo que cambiar en el molino o en el horno, por unas hogazas de pan.

Hoy el cardo domina en las praderas en las que cada otoño aparecen las famosas setas pardas que tan bien pintan guisadas con patatas. Setas que antes se aborrecían y ahora todos buscan, y el inmediato horizonte se cubre por la ligera capa de pinos que van poblando las sierras y que también, con cada otoño que se anuncie de aguas, se llenan de buscadores del hongo anaranjado, del níscalo, que en camiones se traslada a los mercados de Valencia o Barcelona a cambio muchas veces de una jugosa prebenda económica que alcanza cifras desconocidas para los jornaleros, cifras que tras los primeros días, tras el aumento de la producción y cuando el mercado se siente abastecido y los paladares hartos de degustar el sabor de la tierra, desciende hasta hacerlo improductivo, como con todo ocurre.

Quizá sea por esa suculenta prebenda económica que en cada otoño familias enteras se trasladan a hurgar entre los pinos, para tener en medio día un rendimiento que antaño los trigales no ofrecían en un año de sudores y fatigas.

También contaban por Romanillos, los ancianos de gorra a la cabeza, que la vida había cambiado del todo desde que ellos eran jóvenes, que se le dio la vuelta a la tortilla, hasta para el campo, porque ya no se labra como antes, pues en ese antes de sus tiempos mozos resultaba duro, muy duro, arrancarle fruto a la tierra y produce ahora mucho mas en el mismo espacio de terreno, con menos trabajo y hasta casi sin sudores, aquel te ganarás el pan con el sudor de tu frente, ya no se lleva.

Los buenos tractores, como las cosechadoras, incluyen en sus cabinas, como los mejores vehículos, el aire acondicionado.

Las enormes vertederas de los tractores descansan a la entrada de los pueblos, en las eras, donde antes lo hiciesen los arados romanos o los carros, y pocos recuerdan, por falta de uso, las piezas del arado que sirvieron incluso para componer cantos que desgranar en cada una de las semanas santas provinciales, rememorando en el trabajo del útil agrícola, la Pasión de Cristo. A pesar de que los ancianos las repiten como si fuera la tabla de multiplicar en la sala de la escuela.

-Orejeras, dental, cama, pezcuño, esteva, velortas, timón, lavija, telera, chaspueta, yugo, frontiles, hijadas...

Don Serafín Gordo Bris, en Zarzuela de Jadraque, dedicó al arado una hermosa composición poética, describiendo una a una todas sus piezas, que cifró en veintisiete, incluidas algunas de las labores.

El arado cantaré,
De piezas lo iré formando,
Y como Dios me de a entender,
Todas las iré explicando.
Instrumento de labranza,
Hasta los años sesenta,
Que es cuando empieza el tractor,
Y al arado deja en tierra...

Concluía el detalle de su obra con una elocuente afirmación:
Esta fue la explicación,
Del arado de mi tierra,
Que hoy comento con orgullo,
Y yo utilicé con frecuencia.

Al arado, en forma de vertedera, le levantaron un monumento sobre la fuente de Tortonda.

Cuentan que ahora se explota la tierra, y no como antes que se cuidaba como un hijo, sembrándola en año y vez, para no gastarla, un año sí y el otro no, aunque había tierras, escasas aunque de mayor valía, como los hijos que entonces salían de carrera, que en esta zona se denominan fuertes, esas que mantienen la calidad y humedad suficientes no ya para dar una buena cosecha, tan solo para ofrecer una cosecha provechosa con la que mantener una casa, que se sembraban todos los años, a eso le llamaban acohechar.

También resulta que para mantener en pan las necesidades de una casa a lo largo del año bastaba con una fanega, una fanega era suficiente para cubrir las más esenciales necesidades de la familia. Habiendo pan no había hambre.

Una fanega de grano resultan ser dos medias. Tres medias hacen un saco. Una media son seis celemines y un celemín hace cuatro cuartillos.

Al viajero le hablaron de sembrar el trigo en octubre y en enero la cebada, y por San Marcos los garbanzos ni nacidos ni por sembrar, eso si, siempre a golpe de mano, como a golpe de mano, a manto o yurto en tierra fuerte y a lomo en tierra floja se sembró desde siempre el trigo, porque aunque un año diga mal, nunca dejes de sembrar.

-En la tierra se cuentan doce pasos al través, que es lo que hace una melga, se dan tres vueltas a cada lado moteando el grano y una al medio, y luego a cubrir con la yunta y a esperar el fruto mirando al cielo.

Ahora, desde los cielos, miran los avantos, quizá acostumbrados ya al tronar de los tractores arrancando a los barbechos las nubes polvorientas, mientras los ancianos de gorra a la cabeza, viendo las modernas vertederas, recuerdan como a mano, alforjas al hombro, esparcían los granos del cereal por los lomos de la tierra.

Han cambiado también las simientes, ya no son aquellas que empleaban nuestros abuelos, porque en demasiados casos las transgénicas y preparadas han ido desechando al centeno, que parece ser el último habitante de las altas cumbres; a la avena, que para su siembra necesitaba doble cantidad de simiente que cualquier otro cereal, aunque se adaptase mejor a los terrenos ácidos y compactos. Ya casi no se siembra avena, ni siquiera para preparar las tierras para la cosecha siguiente. La avena ha perdido una de sus primitivas utilidades, la de ser alimento para los animales de labor, porque prácticamente no quedan animales de labor.

Entre el silencio del campo, dejando a un lado el ronroneo de las máquinas, el viajero, caminando entre trigales rubios, dorados como el oro, parece escuchar con ritmo de jota coplillas que va esparciendo el viento:

Labrador que estás labrando,
Pon derecha la besana,
Que también las buenas mozas,
Se fijan por la mañana.

También, desde otros lugares, parece escucharse la réplica al canto:

Labrador que no cante,
Cuando a la besana llega,
O le sale mal la cuenta,
O la novia no lo quiere.

Y es que son éstas tierras que se despueblan, primero fueron las mozas quienes marcharon a servir a la capital. Después les siguieron los mozos en busca de un trabajo mejor. A continuación marcharon, tras los hijos, los padres, cuando la soledad de unas calles hermosas y unas casas sin ruidos ni griterío infantil comenzaban a ser una losa demasiado pesada.

Tomás Gismera Velasco