lunes, julio 30, 2012

Una jornada en Sigüenza, que son muchas

UNA JORNADA EN SIGÜENZA, QUE SON MUCHAS.

Sigüenza, para quienes nacimos en la Serranía, tenía el encanto de ser algo así como la gran ciudad. El punto de referencia para acudir a tomar el tren. Para acudir a hacerse unas simples fotos. Para ir de compras más allá de nuestros pueblos. Sigüenza, incluso para los de Atienza, era algo así como la gran capital, y para los chiquillos el sueño casi inalcanzable de ver el mundo.

Recuerdo la primera vez que tengo conocimiento de haber visitado Sigüenza, lo recordaba el domingo día 15 de marzo con algunos compañeros de Junta Directiva y algunos miembros de la corporación municipal seguntina. No recuerdo si era primavera o verano, si que por las salinas de Imón vi por vez primera una cigüeña, y que al llegar a Sigüenza, desde la carretera de Atienza, una impresionante humareda, de las locomotoras de los trenes entonces de carbón, se levantaba y envolvía una ciudad, a ojos de un chiquillo a punto de cumplir los cuatro años de edad, inmensa, con las torres de la catedral apuntando a un cielo de ceniciento amanecer y un castillo en ruinas dominando la ciudad. Era la primera vez que salía de Atienza y montaba en coche, en compañía de mi padre, para acudir a Madrid, a visitar a mi madre, convaleciente de una delicada operación quirúrgica. Por supuesto, mi padre, como en aquellas películas que retratan la época, llevaba en las alforjas dos gallos vivitos y coleando, los mejores del corral, para entregarlos de regalo al médico que la operó, y por supuesto que, igualmente, cuado “desembarcamos” en la estación de Atocha de Madrid y salíamos a tomar uno de aquellos trolebuses que recorrían las calles, todavía existían, alguien dijo eso de “mira los paletos con sus gallos”.

Aclaro que esa es la primera vez de la que tengo conocimiento, porque anteriormente, y en pañales, me llevaban a la consulta del doctor Gómez-Gordo, como en la comarca se conocía a Juan Antonio. Fui, de chiquillo, un chavalín tan enfermizo y con tantos arrechuchos que, como todos los pasé en aquella época, salvo los sustos puntuales que todos padecemos, ya los pasé todos.

Prácticamente han pasado 46 años de aquello. Casualidades del destino, los mismos años que la Casa de Guadalajara en Madrid lleva ocupando su sede actual en la plaza de Santa Ana. Sigüenza está más viva que nunca, y a un servidor, que por aquellos tiempos le auguraban un futuro poco prometedor en cuanto a salud, ya lo veis, cuarenta y seis años después, continúa contando cosas. Algún día os contaré, en cuanto a la salud de la época, eso de cuando me echaban a “cocer” en la caldera de las morcillas y llegó un día don Boni, el médico del pueblo y dijo aquello de: “cocerlo bien, que no se os quede duro”.

De la salud de la Casa de Guadalajara, qué os voy a contar, más viva está que nunca, como todos nosotros. De la mía se conoce que, como augurase don Boni, (Bonifacio Escudero López) me quedé un poco duro; de Juan Antonio Gómez-Gordo, un roble…

Bien, pues Sigüenza cuarenta y seis años después, continúa teniendo ese encanto especial para cuantos la conocimos, como es mi caso, con ojos abiertos como platos, como se solía decir. Juan Antonio, el doctor Gómez-Gordo en la comarca, continúa siendo esa especie de roble serrano que se divisa desde las márgenes de las carreteras de la zona:

-Estás muy bien Juan Antonio –le dije al verlo, hacía casi un año que no nos veíamos.

-Bueno, no estoy mal para ochenta y seis años –respondió él- salvo los achaques propios.

En cambio a Sigüenza, cada vez que la visito, y lo suelo hacer con frecuencia, la encuentro con una envidiable fortaleza, y uno, aún siendo de Atienza, siente esa envidia malsana de no haber nacido en la ciudad mitrada.

Confieso, y agradezco con cierto orgullo, que el domingo día 15 de marzo el alcalde de la ciudad, Francisco Domingo, me incluyese y adoptase como a uno más de los hijos de la ciudad, a pesar de no renunciar a mi natividad en Atienza, siento por Sigüenza, ya lo dije, una irresistible atracción.

Y es que ese domingo día 15 de marzo, los miembros de la Junta Directiva de la Casa de Guadalajara en Madrid vivimos un día de excepción, de amistad, de confraternidad… Uno de esos días en los que, tras laborar día a día a lo largo de un año, desde la Casa de Guadalajara en Madrid por los pueblos de Guadalajara, al llegar a uno de ellos y encontrar las puertas abiertas, se siente que todos esos desvelos merecieron la pena. Nuestro trabajo de un año se veía reconocido por unos amigos y una población que, como las aguas del Henares, fluye por nuestras venas lo mismo que la sangre propia.

Aquella vez primera que visité Sigüenza, 46 años hace, confieso que me asustó un poco la grandiosidad de aquella gran ciudad en la que había trenes que echaban humo, castillo impresionante aunque fuese como el de Atienza, agujereado y en ruinas; catedral con torres mucho más grandes que el castillo de Atienza y... todo.

Desde entonces perdí la cuenta de las que pasé por Sigüenza. A la consulta del médico muchas veces; a hacerme la primera foto para la cartilla del colegio; a tomar el tren para venir definitivamente a Madrid; a equiparme para marchar a aquel seminario de La Salle; a visitar las obras del castillo; a celebrar una boda; a correr detrás de los jugadores del Atleti cuando iban a Sigüenza a entrenar, para conseguir un autógrafo; a pasear por la Alameda; a llevar a mis amigos a que la conociesen; a degustar unas migas o un asado en cualquiera de sus figones; a dar una charla en su sala de cultura; a seguir las jornadas medievales; a contemplar la imagen del Doncel; a sentir la frescura de la catedral y el aire medieval que desprenden sus calles o castillo; a tomar una sopa en las Doroteas; a… cualquier cosa. Porque una visita a Sigüenza no necesita excusa.

Una cosa, siempre sentí cierta envidia, y eso que estudié en aspirantado, aunque fuese de La Salle, a quienes lo hacían en La Safa, porque estudiar en La Safa daba cierto empaque de cultura en toda la Serranía, y cuando mis amigos, o compañeros de trabajo que también los tuve en Madrid, hablaban de sus estudios en La Safa, pues…

El tiempo, que a todos nos hace madurar como a los membrillos otoñales, ha hecho madurar a Sigüenza, y ha hecho madurar también a La Casa de Guadalajara en Madrid. Ya, cuando acudo a Sigüenza, no la veo como la gran ciudad que me pareció aquella vez primera, sino como a una ciudad íntima, acogedora, con la gravedad de saberse parte de la historia no ya de Guadalajara, sino de España entera. Sigüenza ha quedado convertida en una enseña para una gran parte de la provincia, y también, por supuesto, de la España que pisamos. Lo mismo sucede con nuestra Casa de Guadalajara en Madrid. Tal vez por eso de que crecemos las personas y se nos transforma el entorno, pero ahí están, como decía el poeta de Jadraque, con su hoy, su ayer y su mañana.

La Casa de Guadalajara en Madrid, ¡qué os voy a decir! forma parte de nuestra vida cotidiana. De la vida cotidiana de los socios y por supuesto de quienes componemos la Junta Directiva. Cuando hace años, tantos que yo no formaba todavía parte de la Directiva, al vicepresidente Manuel Martínez se le ocurrió esa idea de acudir a formalizar la toma de posesión a los ayuntamientos socios de la Casa, tal vez se pensase que eso formaba parte del espectáculo, aunque como todos diríamos, el espectáculo ha de continuar.

Mi primera toma de posesión, en uno de nuestros pueblos, fue en Cifuentes, y ¡ya ha llovido! La Dueña de aquel año, Natalia, está a punto de casarse y no es la chiquilla que correteaba detrás de su padre, nuestro Presidente, por los pasillos de nuestra Casa común. Desde aquella he recorrido Campiña, Alcarria y Serranía. He paseado junto a mis compañeros de Directiva nuestras ilusiones por El Casar, El Cubillo, Pastrana, Brihuega, Uceda, Durón, Hueva…

Ocurre una cosa, que como cuando se celebra una olimpiada, al hacerse resumen de lo acontecido suele decirse que esas, las presentes, han sido las mejores de la historia. Esto no va dicho en menoscabo de las anteriores. Puesto que todas tienen su encanto, su aquél, su día, su intimidad.

Nuestra toma de posesión el día 15 pasado en Sigüenza lo tenía también. Tal vez tenía una significación especial. Al comenzar mi andadura con la Junta Directiva de la Casa nos perseguía, por aquellos primeros pueblos, el galgo corredor de los escasos fondos con que contábamos para sacar nuestro proyecto adelante. Al despedirse de su cargo en la Junta Directiva nuestro contador, Miguel Martínez, y dejar paso a su relevo, Esteban Palazuelos, se le veía satisfecho, porque aquellos problemas económicos de comienzos de siglo habían quedado muy atrás. Ahora nos persigue, en lugar de un galgo, un podenco. Nos persigue saber que dentro de unos meses nuestro contrato actual con la propiedad, ese que se negoció hace cuarenta y seis años y se renegoció a lo largo de décadas, tiene los días contados. Y todos sabemos, y queremos, mantener nuestra sede, nuestra Casa y nuestra ilusión, la de una provincia que se llama Guadalajara, en la que todos creemos y en la que todos confiamos.

Llegábamos a Sigüenza con el pesar de la liebre a la que persigue el galgo, pero confiados en que, lo mismo que la liebre esquiva a su perseguidor, podamos esquivar la sombra que nos acecha. Estamos, más o menos, como cuando en aquella jornada genial de un 23 de abril de comienzos de siglo cuando, sin fondos en las arcas y con toda la esperanza del mundo, nos pusimos el mejor traje y nos lanzamos a continuar nuestra labor y fuimos capaces de reunir en Guadalajara la historia de un siglo a través de las gentes que la vivieron, de nuestros centenarios. Recuerdo que Valeriano Ochoa, cuando andábamos en la duda de si continuar adelante o suspender, ya que prácticamente la Casa no tenía fondos para pagar el alquiler del mes, me preguntó que hasta donde podríamos llegar. La respuesta estaba clara, nos la había dado nuestro Presidente, hasta el final. Sobre el escenario, cuando ambos, Valeriano y yo, presentamos el acto en el Centro San José, rodeados de la Directiva y de una buena parte de la provincia, nos dimos cuenta de que la Casa tenía que mirar siempre hacía adelante.

Con ese objetivo llegábamos a Sigüenza el día 15. Con el de mirar hacía adelante.

Y como en las grandes ocasiones, nos amaneció un día espectacular tras un invierno que ha resultado más crudo de lo que al inicio parecía.

La reunión de directivos ante el pairón molinés levantado en Madrid, algunos de los directivos recordaban la noche previa a la inauguración, tantos años ya que han pasado a ser memoria de nuestra Casa, cuando con los nervios de los grandes acontecimientos, y casi en procesión, acudieron decenas de socios a ver ese emblema guadalajareño levantado en Madrid. Quizá nunca se viese tan acompañado como aquel día, y noche. A las tres de la madrugada, recordaban algunos, todavía seguían allí la víspera de la inauguración, más que mirándolo, admirándolo.

Pues ante él, o junto a él, la réplica del existente en Cubillejo del Sitio, piedra rubia del Alto Tajo, nos reunimos para iniciar una jornada que resultaría magnífica, con la mirada puesta en Sigüenza.

Antes, claro está, tras ese recorrido que siempre agrada cuando se camina hacía la tierra natal, una parada en el Santuario por excepción de la provincia, Barbatona, previo primer paso por Sigüenza que desde cualquier punto por el que se acceda a ella, recibe a los visitantes con la señorial presencia de sus altaneras torres.

Y primera envidia para alguien que lleva Atienza en el corazón. Allá, esperando a que llegásemos, se encontraba ese gran personaje seguntino que parece sacado a cuajo de la propia historia, y es historia, de la ciudad. Mariano Canfrán, que llegó andando desde Sigüenza.

-Te has perdido –me dijo- la mejor vista de tu pueblo desde los pinares de Sigüenza.

Nunca me había dado cuenta de que, desde Sigüenza, se aprecian en el horizonte, enmarcados por la cenefa de la bruma, los cerros de Atienza, pero allá están, presentes siempre.

Tiene el Santuario de Nuestra Señora de la Salud de Barbatona ese aire de frescura que recuerda la tierra fría que pisamos y que, a pesar de todo, se calienta con nuestros pasos.

José María Berlanga, con Labros presente siempre en la memoria, nos diría la misa de acción de gracias. Unos días antes me ofreció el inigualable marco de las Calatravas Reales para ofrecer una misa por mi madre, recientemente fallecida. Atienza presente en las Calatravas de Madrid. Ante el pairón me preguntó si mi madre era devota de la Virgen de la Salud, era muy devota de la Virgen de la Salud, y allá acudió, junto a mi padre, en multitud de ocasiones. Por cierto, mi padre, como en aquella ocasión de hace 46 años, nos acompañaba a Sigüenza.

José María me dijo que la misa la ofrecería por mi madre. Y así lo hizo.

El Santuario de Nuestra Señora de la Salud tiene ese aire místico que a todos nos recuerda algún pasaje de la infancia; y Gaudencio García, entre otros, como Hermano de la Cofradía, quiso estar presente en el acto. Gaudencio es uno de esos amigos que la Casa tiene esparcidos por la provincia, con la mirada siempre puesta en su hermana, la beata de Mochales, sor María Teresa del Niño Jesús. Y por allí aparecieron otros amigos con ánimo de sentirse entre nosotros en tan magnífica jornada, entre los que estaban nuestro Javier Sanz Serrulla, paisaje y palabra de la Sigüenza eterna.

Tras la misa no podía faltar el abrazo a la Patrona del Santuario, a Nuestra Señora de la Salud. Se nos abrió el camarín de la Virgen para que pudiésemos acceder a ella, y pidiéramos, como bien dijo nuestro párroco, el milagro, si es que en ellos creemos.

Apareció, tampoco podía faltar con su aire de sencilla misticidad, el arcipreste del Santuario, un trillano reconvertido en seguntino, monseñor Félix Ochayta Piñeiro, para desearnos todo lo mejor. Y ciertamente, lo estábamos teniendo, puesto que el día acompañaba con toda su sensual luminosidad.

Luego Sigüenza, enmarcada en la luz del mediodía, iluminada por ese dedo que de cuando en cuando dota a las ciudades de una incandescencia especial. El recorrido a través de sus calles para llegar, como en volandas a través de los pergaminos añejos de la historia, al incomparable marco de su plaza Mayor.

Siempre sorprende la entrada en una de las plazas mayores con más sabor a historia de la provincia y de fuera de ella. Una plaza Mayor en la que los escudos mendocinos se labran en borlones de piedra desde más allá del siglo XV y parecen sentirse, como si fuesen presente, los pasos graves del cardenal de las Españas, de Pedro González de Mendoza, y se sienten, como si ayer mismo hubiera sido la caída, los lamentos de Martín Vázquez de Arce en la Acequia Gorda cuando aquello de la conquista de Granada. Sigüenza es historia pasada y es historia presente, letanía de obispos guerreros y de obispos albañiles y de obispos prestos a tender la mano, levantar torres o ser en lo material amos y señores de una tierra roja, color de sangre, que se aferra al muñón de nuestras carnes.

Allá estaban, aguardando en la plaza, los ediles del Concejo, con su Alcalde, Francisco Domingo, al frente. Allá estaban, aguardando nuestra llegada, los sones de tamboril y dulzaina. Para quienes no han nacido en la Serranía puede que la música de la dulzaina y el repiqueteo del tamboril les diga pocas cosas; para quienes pertenecemos a esa parte de la provincia que se trenza en roble y tierra roja, la dulzaina y el tamboril son la música que acompaña las grandes festividades y que, por ello, tiene la virtud de alegrar y ensanchar los corazones.

Francisco Domingo es de esos alcaldes de los que uno no sabe qué apreciar de su personalidad, si la afable erudición de la palabra o ese estar atento a la tierra que representa y que se tiende como manto rugoso a través de toda esa parte de las serranías de Sigüenza y Atienza. Puede que el de Sigüenza sea uno de los alcaldes más alcaldes de toda España. Puesto que no lo es únicamente de la ciudad de las torres levantadas en piedra de sillar que se enmarcan en ese horizonte del confín de la provincia. Es además Alcalde de otros veintitantos municipios que se cobijan al amparo del castillo seguntino, al calor de la mano que pueda darles el ánimo que perdieron por aquellos años en los que se abrió la puerta de nuestros pueblos y quedó abierta para que quedasen al raso de las noches de luna, huérfanos de griterío infantil y huérfanos de hijos. La emigración.

Allá, en el incomparable marco de la plaza porticada y fortificada se entrelazaron las manos de la Casa de Guadalajara, esperanzada siempre, y de Sigüenza, siempre abierta. Allá se escucharon los primeros sones de la dulzaina repicando contra la historia de las piedras seguntinas, haciendo que, a través de los claustros y capillas de esa catedral que se señala como bastión inmenso en tierra nueva, quienes descansan a la eternidad de los siglos convertidos en alabastro, mármol o granito, sintieran que, un día más, Sigüenza estaba de fiesta. No lo vimos, pero es seguro que el rostro de Martín Vázquez de Arce esbozó una sonrisa, y que incluso se sorprendiera desde su retablo mayor la patrona de la ciudad, santa Librada, al escuchar los sones de la fiesta en tal día y tales horas. Y es seguro también que la campana dorada de la torre de don Fadrique sintiese deseos de repicar, por unirse a la celebración.

Sigüenza, románica y renacentista. Con ese gesto de severa ancianidad. ¡Qué bien le sientan los años a Sigüenza!

La entrada en la Casa Consistorial siempre tiene ese aire grave de las ocasiones señaladas. Pero no era el caso. Estábamos entre amigos. Desde el mismo momento en el que los directivos pusimos el pie en el empedrado de la plaza y la mano del Alcalde y de los concejales de la ciudad se nos tendió, nos advirtieron que estábamos en casa. Que la suya era la nuestra.

La voz grave del Alcalde advirtió a nuestro Presidente, quien también cuando la ocasión lo merece parece arrancado a las estampas dieciochescas de la historia provincial, que se le haría entrega del bastón de mando de la ciudad. Alcalde por unas horas de la mejor y más historiada ciudad de la provincia. Como no lo esperaba tan solo hizo una de esas preguntas que acompañan la carga de ser “Alcalde” de una Casa que cobija a todos y cada uno de los pueblos del universo provincial:

-¿Cómo se lleva el bastón de mando? –Creo que preguntó.

-Con conocimiento, comedimiento y sabiduría, en conclusión, con mucha responsabilidad –me parece que respondió el primero de los ediles.

Ninguna de esas cosas le falta a nuestro primer edil de la Casa común.

El acceso al salón de plenos, en acto oficial y familiar, de cualquier población a la que la Casa de Guadalajara, sus directivos o asociados ha accedido, tiene ese gesto que se acompaña del cariño y respeto de quienes nos reciben.

Vuelvo al comienzo. La Casa pasa momentos de apuro, por eso de que el podenco nos persigue como el galgo a la liebre. Pero aposentados, y en familia, en el salón de plenos, todo parece que se olvida.

El Alcalde de la ciudad, con esa sabiduría de quien conoce y reconoce la labor que desinteresadamente unos cuantos amantes de la provincia, antes les llamaban románticos, luego locos y después apasionados, llevan a cabo por dar a conocer y entender la cultura, la historia, las tradiciones, el todo de la provincia a la que pertenecen, fue enumerando uno a uno los días, actos o presencias en los que Sigüenza fue protagonista en Madrid a través de la Casa de Guadalajara.

Fue enumerando uno a uno a los miembros de la Junta Directiva que forman parte del ser y sentirse de ese rincón de la provincia, a los natales y a quienes, por parentesco de tierra, son considerados seguntinos. Regreso al comienzo, agradezco ese sentirme seguntino sin renunciar a mi Atienza. Desde ese 15 de marzo me considero y valga la expresión, atienzoseguntino. Vocablo nuevo para quienes gustan de añadir letanías a sus diccionarios propios. Ya me sentía, pero dicho en forma oficial y plenaria, me obliga a serlo.

Luego el gesto de la entrega del bastón de mando. Si, ya sabemos que es un gesto. Pero es un gesto de amistad, de cariño, de fraternidad, de mano abierta.

-Se por lo que estáis pasando, pero Sigüenza está con vosotros, la Casa de Guadalajara debe de continuar hacía adelante. (Incluyó entre su intervención el alcalde).

Por supuesto que debe de continuar mirando al frente, lo ratificó nuestro Presidente en su intervención. La Casa de Guadalajara en Madrid son muchas casas en una. Son más de cuatrocientas casas en Madrid, una por cada uno de los municipios que existieron y existen en el amplio mapa de la provincia. Una por cada uno de sus naturales, una por cada uno de los socios que son y fueron germen, sangre y savia de aquella Casa que se constituyó un 4 de junio de 1933 y se reconstituyó en la plaza de Santa Ana en los comienzos de una primavera de 1961, cuarenta y seis años hace.

Sigüenza, de trenzados ventanales a la morisca y celosías claustrales tras los que habitan, y se asoman al mundo, las místicas miradas de las damas de la iglesia. Sigüenza, conventual de Clarisas y ascética de monjes benitos.

Tomó luego la palabra Gómez-Gordo, Cronista de una ciudad milenaria e inmortal para, con la mesura que acompaña el gesto a la palabra, dar nuevamente cuenta de lo que la Casa de Guadalajara es, ha sido y será en el mundo universal de una provincia, la de Guadalajara, tan necesitada de casas con puertas abiertas cuando en nuestros pueblos, noche a noche y luna a luna, se cierran para siempre y se desmoronan sus muros roídos por el zarzal y por la hiedra, y se desdibujan los caminos tapizados por el brezo, la amapola o la malvaloca.

Después me tocó a mí dar cuenta de cómo las gentes nacidas en Guadalajara y radicadas en Madrid, sentíamos la necesidad de tener Casa en la Corte, lo mismo que todos y cada uno de los personajes que han sido y son historia provincial.

A algún amigo, de los que siempre acompañan con su presencia cada uno de nuestros actos, escuchando el acta de toma de posesión, lo vi emocionarse al pronunciar el nombre de su pueblo en lugar tan aparente y señorial. Algún otro me ha dicho que toreé a portagallola, pero que debía de haberme echado la capa a un lado, que pequé de humildad.

La Casa de Guadalajara en Madrid es una Casa humilde, pero quienes la conocen y nos conocen, como nos conoció Sigüenza, saben que tras esa humildad se esconde todo el orgullo de ser Guadalajara.

Es cierto, a Sigüenza le sienta bien la primavera, como afirma Javier del Castillo. Mucho más cuando en día claro el sol se estampa contra las piedras melosas de la catedral y parecen darle vida propia, cuando refulge entre las portadas románicas de sus iglesias, de San Vicente, de Nuestra Señora de los Huertos, de…

He visitado Sigüenza en esos días en los que a la vieja estación, aquella que conocí de chiquillo con trenes de carbón y locomotoras humeantes, llega el Tren del Doncel y se cubre de visitantes la Alameda y sus calles las recorren, como en las jornadas medievales, obispos, arzobispos, cardenales, reinas presas y princesas, junto a donceles que escapan de la piedra, junto a espaderos cetrinos. Sigüenza ¡romántica de leyendas!

Siempre hay un algo nuevo que ver en Sigüenza. La vieja y siempre nueva ciudad de los obispos guerreros, albañiles o pastores de almas siempre tiene algo que mostrar al visitante.

Así nos los enseñaron el domingo 15 de marzo, cuando la Junta Directiva de la Casa de Guadalajara, precedida por la corporación municipal, abandonaba la casa consistorial.

La plaza, esa plaza Mayor que ideasen los Reyes Católicos, como todas las mayores plazas de sus reinos, y a la que la mano recia de Pedro González de Mendoza dotó de filigrana de piedra y casas de sillar y arcadas renacentistas para lo que hubieran sido sus casas propias y luego de la Tesorería y la Municipal, se bañaba en visitantes.

Pasaban ya de largo las horas del mediodía, y con la dulzaina y el tamboril abriendo paso, como en las grandes ocasiones, cuando en las fiestas del patrón la orquesta ahora y los gaiteros antaño abrían paso a la corporación, lo hacían con todos nosotros camino del figón.

La calle Mayor de Sigüenza es una de esas calles a las que la pendiente del terreno dota de encanto adicional. Suele suceder que cuando una calle es lisa como la palma de la mano, pasan desapercibidos los aleros, los portales, los ventanales ajimezados a lo gótico o las arcadas románicas. Cuando la calle, desde las profundidades de la plaza Mayor, frente a la puerta del Mercado o de la Cadena, de la Catedral, asciende con pesadez hacía la fortaleza grave de los obispos guerreros, el visitante tiene tiempo de saborear el encanto de una de las calles mayores con más recio sabor a esencia medieval. Una de esas calles en las que se espera que, de un momento a otro, por cualquiera de los callejones que le salen al encuentro o de cualquiera de los portales que se le asoman y le añaden la frescura de la hiedra que le crece por el patio, o desde cualquiera de las ventanas que la miran, aparezca una Blanca de Borbón, un Martín Vázquez de Arce, un Bartolomé de Sigüenza, o… quien sabe quien. Pero suele aparecer, y aparece, paso a paso, la historia de Sigüenza. De la Serranía, de una parte de Guadalajara, de Soria y hasta de Zaragoza y Cuenca a través de lo que fuera su obispado, desde más allá de los siglos del medievo hasta ese siglo que tanto trajo a España, y tantos cambios en tantas y cuantas cosas, el XIX.

El almuerzo es algo que siempre pide el cuerpo, aún encontrándose en esa Sigüenza dulce, de dulce de miel; dulce de alcaravea aderezando unas migas, mejor que a la castellana, a la seguntina. Dulce de asado que invita a la gula y al exceso porque… porque lo ofrecen los figones de Sigüenza.

Sigüenza, aparte de ser histórica, tiene ese saber estar que añaden a los blasones y a las cartas de naturaleza el conocimiento de saberse parte de la literatura y de la gastronomía españolas, desde mucho más allá del Quijote de Avellaneda.

Porque siempre, cuando hablamos de Sigüenza, hablamos de historia, de piedra hecha arte, de leyenda que se entreteje y rezuma en torno al musgo que lame paredones allá donde los rayos del sol le niegan esa pizca de alegría para darle otra alegría, la de ser eternamente verde esperanza.

Sigüenza gastronómica que sale a descubrir el mundo en la mano y la ciencia, tal vez exclusiva, de uno de los mejores historiadores de la gastronomía patria, volvemos a Gómez-Gordo, Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, doctor, puericultor, historiador, alcalde y… gastrónomo.

Sigüenza se aprendió de memoria aquella lección que dieron, allá por los años “del hambre” o de la pena, o de lo que fueran, aquellos maestros que fueron arte y parte de lo que hoy es Guadalajara, de aquellos Layna Serrano, que en la plazuela del castillo tiene placa a su eterna memoria; de Serrano y Sanz, que en su calle igualmente la tiene; de Pardo Gayoso que, incluso siendo un gobernador impuesto, trabajó y buscó y recorrió palmo a palmo la provincia buscando el bien de ella; de un José Antonio Ochaíta que acudía, junto a González Ruano, Vázquez Díaz, y a ciento y un poeta o más, a recitar versos de miel, de espliego y mejorana junto a una de esas casas de recio encanto medieval al lado del arquillo de Santa María que se asoma a esa otra parte de la encantada Sigüenza que mira a la serranía.

Luego, cuando el cuerpo, gracias Sigüenza, corporación, concejo, por ese invitar a la casa y poner mesa y mantel al invitado. Sigüenza, su Ayuntamiento y por ende el pueblo llano, que ya nos abrió de la ciudad las puertas, nos sentó a la mesa y compartimos gratamente un almuerzo que es más que una necesidad del cuerpo. Se trataba de ese decirnos, desde Sigüenza, que cuantos somos y nos sentimos hijos de la Casa de Guadalajara en Madrid, contamos con Sigüenza, contamos con una parte de la historia, cultura, arte y tradición de la provincia, que vale por mil a la hora de llevarlo a la romana y responder cuando nos pregunten eso de: “arrobas, sabe Dios, hay cosas que no entran en la balanza del pesaje”.

Allá, en los figones, nos sentamos todos, Corporación Municipal, Casa de Guadalajara, y también esos jóvenes que componen el grupo de dulzaineros Mahouroto. Ya veis, llegó Antonio Trijueque aquella tarde junto a Antonio Ayllón y Julio García Bilbao, en uno de esos nuestros actos que encandilan en la Casa y dijeron ¿a Sigüenza?, si nos dejáis ir vamos. A Sigüenza fueron y allí estaban, recordando que el nombre del grupo hace mención a cierto líquido que de la ceba hace gala, y al tío Maroto, uno de los mejores y más grandes dulzaineros, o gaiteros, que ha dado la provincia, de Piqueras, que ya casi ni el pueblo se recuerda.

Al final, a las puertas del figón, en esa empinada, luminosa, añeja calle Mayor; cuando la dulzaina bordaba una de esas joyas que son pieza clave de la música de la comarca, que es Caballada y danza de trenzas por Galve, Majaelrayo o Valverde de los Arroyos o los Condemios, en definitiva, fiesta en la Serranía, Pilar de Pedrós se lanzó a bailar conmigo una de esas jotas que recuerdan ¿caballadas seguntinas?

Sigüenza. Aires de dulzaina que tiembla y repica y estalla entre los cerros de la Serranía junto a ermitas cuajadas de espliego por la primavera serrana, y se mira en la estampa inmortal de aquel que fuera uno de los últimos maestros de la fiesta, de la tradición, del caballeroso estar, vestido de arriero y dulzaina en mano, José María Canfrán. El recuerdo me lleva a una de mis caballadas atencinas y ver a José María, presente siempre delante de la Hermandad de los arrieros… a una Caballada de 1993.

Llegó en estas una de esas personas que saben entienden y comprenden y viven la historia de su ciudad, Elena Carrasco. Una de las guías turísticas oficiales del municipio quien, continuando el gesto de mano abierta que quiere mostrar el encanto de su casa te dice aquello que decían nuestras abuelas nacidas en el siglo XIX y crecidas en el XX: “hasta la cocina”. La tarde comenzaba a declinar y quienes llegamos de mañana, mediodía ya en la Serranía, teníamos que regresar a la casa común crecida en el lejano horizonte de los madriles, a pesar de que nuestros balcones se aupasen, por mejor asomarse, a la pinarilla, frente por frente al inmortal bastión de los obispos guerreros que señorea grave y domina la ciudad desde lo alto.

Sigüenza, blanca de plata a través de la Virgen Blanca que ardió sin consumirse en los tiempos aquellos de la francesada. Dos siglos hace. Sigüenza, viva en la mirada del pincel de Fermín, de Antonio y de Raúl Santos Viana. Sigüenza, retrato en sepia y blanco y negro en la imagen de Camarillo, de Layna, de García Hernández, de Ortega y Gasset y de tantos y tantos más cuyos nombres compondrían, más que rosario, letanía.

A través de la filigrana de sus calles y callejones con sabor a historia medieval, a través de los arcos de lo que fuesen sus murallas, a través de las plazoletas abiertas allá donde el terreno se aplana y lo permite, la voz dulce de la guía fue recreando retazos de la historia seguntina, la morisca, la judaica, la románica, la gótica, la renacentista, la neoclásica…

Los pasos conducían, cuando la tarde comenzaba su definitivo alboroto, ese alboroto de cuando los mirlos se recogen debajo de la parra o de la higuera, hacía la calle del Seminario.

Allá, en ese rincón de la Sigüenza que sabe a miel y dulce de leche frita y tocino de cielo que se arranca a pedazos por degustar el dulce sobre el dulce de la tierra que se pisa, aguardaba esa figura, casi mítica ya y leyenda siempre que es Mariano Canfrán, cuyos cinceles marcan y enmarcan las torres provinciales y los patios serranos y sus plazas como si fuesen la viva luz de la mirada de los Sorolla o Vázquez Díaz o los claroscuros de Romero de Torres.

El taller de Mariano es uno de esos hervideros de conocimiento, de un arte que se moldea a fuerza de tesón.

-Me adelanté para bajar al taller una lámina de tu pueblo –me dijo, como en secreto.

Allí estaba Atienza, grave siempre en la mirada del cincelador seguntino.

Mariano es de esas personas que, cuando hablan con la mesura sencilla de la humildad, tienen el don de arrebatar.

Mariano, como botón de plata que se abrocha sobre la capa castellana, comenzó a poner el sello a una jornada genial, mostrando, cincel en mano y lámina de cobre y burel y fuego, cómo se gesta el trabajo del hombre para que pase a ser posteridad.

Después las despedidas, y los agradecimientos, y el tenderse las manos para decirse hasta siempre y por siempre, amigos de Sigüenza, hasta siempre y por siempre a Francisco Domingo, primer edil del municipio y más de veinte; a Concha Barahona, Charo Galán, Paloma García Atance, Jose Manuel Latre, Primitivo Alguacil, Sandra Ibáñez, Charo Toro…

Desde aquellos altozanos por los que Sigüenza comienza el atardecer, con la sierra recortada al fondo, y entre ella, como bastiones que emergen en la bruma lejana del horizonte guadalajareño, destacaban como vigías de una tierra grande, los cerros de Atienza, donde, apenas un mes atrás dejé a mi madre muerta.

Desde esos altozanos, distintos a los que me llevaron por vez primera a la gran ciudad de los obispos, cuarenta y seis años hace, quienes regresábamos a Madrid sabíamos que la jornada mereció la pena.

Sabíamos que la Casa de Guadalajara, cuarenta y seis años hace que permanece con los balcones abiertos desde la plaza de Santa Ana a la provincia toda de Guadalajara, nunca podrá cerrar esas ventanas y mirar a través de celosías ocultas a una provincia que ama y lleva dentro de todos y cada uno de los corazones que fueron y son parte de la Casa.

Sabíamos, sabemos, que tras la fuerza adquirida a través de la mano tendida de uno de los ayuntamientos con más relumbre de esa provincia que tenemos por emblema, nunca podrá fenecer sin salir a combatir a cambo abierto, por la tierra de Guadalajara.

Cuarenta y seis años ha que conocí Sigüenza en uso de razón. Cuarenta y seis años, que la Casa, nuestra Casa, permanece en la plaza de Santa Ana.

Olvidamos, las prisas que son malas siempre, adentrarnos en ese patio grave del castillo fortaleza episcopal y lanzar al fondo del pozo la moneda de nuestros deseos.

No hay problema, nuestro párroco, Labros siempre en la memoria, ante la Virgen de la Salud, en Barbatona, dijo aquello ya redicho de “cuando a nadie se puede ya recurrir, esperemos la intercesión de la patrona, que los milagros existen…”

En ello confiamos, en la Virgen de la Salud de Barbatona, que nos riegue con su mano de buenas intenciones, en el pueblo de Sigüenza, en la provincia entera de Guadalajara…

A cuarenta y seis años atrás se retraía la mirada de todos y cada uno de los que regresábamos a Madrid cuando la tarde se convertía en inmortalidad.

Sigüenza-Casa de Guadalajara en Madrid, hasta la eternidad postrera de los siglos, centinelas perpetuos de una historia, la de una provincia, Guadalajara, siempre viva y presente siempre más allá de los confines patrios.

Tomás Gismera Velasco.
Marzo 2009