lunes, julio 29, 2013

GUARDANDO AL SANTO PATRÓN. De ermitas y santeros, entre Tamajón y Maranchón.

 GUARDANDO AL SANTO PATRÓN
De ermitas y santeros.

   Todas las ermitas parecen iguales y todas son diferentes aunque a veces al exterior la sencilla fábrica del pequeño templo apenas distingue entre unas y otras, con el atrio o portalillo a occidente y a oriente el ábside. Otras ermitas, las que llaman ampulosamente “santuarios”, son ya otra cosa.


   Casi todas las ermitas que ahora conocemos nacieron entre los siglos XVI y XVIII, levantadas muchas veces sobre otras anteriores, recordando el lugar en el que, supuestamente, se apareció una hermosa Virgen, a veces en forma de paloma, o se produjo cualquier otro milagro, teniendo la gran mayoría de ellas, adosadas a la nave del templo, la sencilla casa en la que habitó el santero, o quien sin serlo, se encargaba de protegerla de la mano de los hombres, y tener su entorno en las mejores condiciones.

   Tampoco quedan ya santeros que guarden al patrón noche y día y se encarguen de mantener abiertas las puertas de la capilla, encendida la mecha del aceite de la lámpara y relucientes los dorados barrocos que sirven de asiento a cualquiera de las veneradas imágenes que se derraman, como los trigales, por toda la provincia, tras de un simple y devoto ramo de flores silvestres, salvo casos muy excepcionales.

   Impresionan los sencillos templos en los que siempre estuvieron sus puertas abiertas para que sirvieran alguna que otra vez para refugio de pastores o de caminantes. Siempre estuvieron abiertas las puertas de la ermita del Santo Alto Rey de la Majestad, en la cumbre de aquel pico, o las de la Virgen de los Enebrales, en tierras de Tamajón, o Santa Lucia, en Atienza, o tantas y tantas decenas más.

   Ahora, aunque abiertas, las imponentes rejas de hierro las tienen que preservar de otro tipo de tiempos, como a tantas otras cosas.

   Hasta las antiguas canciones y coplas comienzan a dejar de tener sentido en la tradición de nuestros pueblos:

Virgen de los Enebrales,
Como estás en la traspuerta,
A todos los caminantes,
Les tienes la puerta abierta.

   Florentina Melguizo saludó al viajero hace muchos años con palabras suaves a las puertas de la ermita de Nuestra Señora de los Olmos, en su Maranchón natal, y acompañada de un enorme perro de nombre León.

   Florentina, estaba entonces próxima a cumplir los cien años, y llevaba casi toda su vida guardando a la patrona de su lugar natal, esperando hacerlo muchos años más.

   -Los que Dios quiera -confesó.

   La cédula de Florentina Melguizo, santera de la Virgen de los Olmos, decía que nació el 16 de octubre de 1888.

   El viajero, en su localidad natal, recuerda haber conocido al último santero, siempre acompañado de su perro de lanas, subir y bajar día tras día, desde el pueblo hasta su ermita, la que siempre cuidó, de Santa Lucía, a las puertas del monte y tres o cuatro kilómetros de distancia de la villa.

   Con los años perdió la esperanza de morirse en la casa contigua a la ermita, en la soledad del campo, pero no faltaba ni en invierno ni en verano a abrir las puertas de su pequeño santuario en el cruce de sus caminos, por si alguien sentía la necesidad de un refugio.

   Florentina Melguizo vivía y esperaba morir en aquella casa que había sido su vida, aunque también para ella los tiempos habían cambiado. La soledad del entorno imponía en las largas noches de invierno. Con los días largos y tardes oscuras y noches tenebrosas en las que el cierzo parecía apretar más que de costumbre, alborotando sin piedad alguna los enormes ramajes de los olmos que sombrean el camino que conduce al pequeño santuario.

   Debía de ser quizá la última santera de cualquiera de las ermitas de la provincia de Guadalajara que seguía habitando entre los muros que cuidaba.

   Desde luego que ya quedan muy pocos santeros, y al viajero, que conoció a unos cuantos, le viene a la memoria, de paso por Maranchón, al que fue santero de la Virgen de Montesinos, de Checa, de nombre Francisco, hombre de edad y fama de loco que él reconocía venirle de tiempos pasados, cuando era filósofo y escritor de líneas torcidas que aprendió de la vida, viviéndola.

   -Yo lo que mejor he aprendido es a ser pobre y a lo que no quieras para ti, no quererlo para los otros. Ahora exigen estudiar mucho, incluso inglés, pero si alguien se ha educado bien en la escuela oficial del hogar familiar dirá cosas buenas en inglés y en español, pero si se ha educado mal dirá tonterías también en inglés.

   Se lo confesó a un amigo no hace demasiado tiempo, antes de añadirle, cuando le preguntó por su vida:

   -Todos tenemos nuestra historia, pero los que tenemos más años tenemos más historia.

   El viajero tiene la impresión de que al santero de la Virgen de Montesinos, sobre su tumba, le quedaría bien que en la lápida gravasen a cincel y martillo aquello que pidiese Pirón:

Aquí yace
Un hombre que no fue nada,
Absolutamente nada,
Ni siquiera jefe político.

   Conoció el viajero la historia de la aparición de la Virgen de los Olmos en palabras de la santera, sobre una sabina con una rama de olmizo. Hay muchas sabinas por la zona, y ya, aunque la santera iba perdiendo facultades, tantas que a punto estuvo de perder la vida al cruzar la carretera, el perro, su única compañía en las tardes largas y sensuales del verano ladraba avisando cuando alguien se acercaba, y ella se ponía en guardia.

   La ermita no dista mucho del casco urbano, pero a Florentina la protegía la Virgen de los Olmos, lo hizo cuando tuvo ese accidente que le costó la rotura de una cadera y, a poco más, la vida, cuando al cruzar la carretera un coche se la llevó por delante.

   -La Virgen, que puso su mano.

   Nunca oyó hablar del crimen del ermitaño ocurrido en tierras de Cifuentes cuando Florentina era apenas una niña, y no la asustaban esas cosas, que parecían pertenecer, según ella, a los difíciles tiempos de finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando la vida era distinta y las gentes también.

   Con voz trémula, cansada por cuenta del paso de los años, recitó uno de aquellos cantos que se aprenden en la mocedad y ya nunca se olvidan:

Portalillo de la ermita,
A cuantos harás pensar,
A unos por haber entrado,
Y a otros por querer entrar.


Tomás Gismera Velasco