sábado, octubre 19, 2013

A LOS SERRANOS Y A LA SERRANÍA



 (Al recibir el título de “Serrano del Año”)


  En primer lugar quiero agradecer este reconocimiento a los miembros de la Junta Directiva de la Asociación Cultural Serranía de Guadalajara, a Fidel; Octavio; Rosa; José Miguel; José Antonio; Víctor y Pepa, y a través de vosotros a los anteriores. Por supuesto que también a quienes colaborando con ella ayudan a su sostenimiento, para que puedan celebrarse días como el de hoy. No voy a negar que recibo este premio con alegría y con grata satisfacción, porque viene de mi tierra, y de gentes que como yo, tienen el ideal de la cultura serrana.

   Tampoco voy a negar, que si que conozco la Serranía. Por supuesto. Nacer en Atienza hace algo más de cincuenta años, tenía el aliciente de que no era necesario ir a conocer los pueblos, porque era la gente de estos pueblos la que iba a Atienza. Tan sólo había que sentarse en un lugar apropiado, las plazas del Mercado, Mayor, Mecenas o San Gil, y verlos pasar. Fijarse en ellos y descubrir tras sus gestos, sus ojos o sus equipajes, el mundo al que pertenecían.

   Pero un buen día, finales de julio de hace cosa de treinta y cuatro años, con inquietudes literarias, me planteé conocer la Sierra de Atienza. Si Cela había escrito su Viaje a la Alcarria, yo quería escribir mi viaje a la Sierra. Así que un viernes de madrugada, a lomos de una yegua emprendí el camino. Con mis planos, mis cuadernos de notas, mi cámara de fotos… Aquel día la previsión era llegar a Bustares, salí de Atienza a eso de las cinco de la madrugada y esperaba el final de la jornada a eso de las cuatro de la tarde.

   El camino era muy fácil, con no perder de vista la montaña era suficiente. Pero metido en el monte se pierde todo, y a eso de las diez de la mañana, después de dar doscientas vueltas vi un caserío y me dije: Ahí está Prádena, al fin.

   Pero no. Era La Miñosa. Allí me encaminaron, después de recorrer el pueblo, y a eso de mediodía, por fin, entraba en Prádena.

   Hoy Prádena lo vemos por este lado de la montaña y nos parece un pueblo elegante. Pero entonces, y viniendo por el camino de Atienza la visión era totalmente distinta. Sin aviso previo se acababa el camino y recostado a la montaña apareció el entonces pueblo más mísero que había conocido. Hacía muy poquito tiempo que había llegado la luz; no había agua en las casas, ni teléfono, y las calles eran tierra, pedruscos y barro, y las casas lo más mísero que cualquiera podía echarse a la cara. Recuerdo a dos chiquillos a la puerta de una taberna, los hijos de Crescencio Cerrada, y su taberna, y por allí anduve dando vueltas, conociendo el pueblo, que se conocía enseguida.

   Cuando salí iban detrás de la yegua lo menos diez o doce chiquillos, como vigilando desde la prudente distancia, por si me llevaba algo. Imagino que la presencia de un muchacho, entonces yo tenía 20 o 21 años, a lomos de un caballo pasando por allí fue algo excepcional.

   A la salida del pueblo, justo a la izquierda del puente, frente al molino, había un cartelón enorme, de la Diputación, “que trabaja por sus pueblos”. Anunciaba la llegada de la luz, y la apertura de la carretera. Era mentira, porque la carretera, que era un camino de tierra hasta Gascueña, la abrieron los propios hijos de Prádena después de que la Diputación los engañara.

   Atrochando me dirigí a Bustares. Recuerdo que bajaban de la montaña dos hombres de Gascueña, con las mulas cargadas de leña:
   -¿Ande vas por aquí…?
   -A Bustares…
   -Pues como no aprietes te pilla la nube, que se barrunta agua.
  
No me pregunten por donde, pero visto y no visto, desaparecieron. El cielo estaba claro pero de buenas a primeras se enroscó una nube en lo alto y… ¡agua Dios que decía la tía Dolores!

   Mi entrada en Bustares fue antológica. Calado hasta los huesos para encontrarme otro pueblo igual de mísero, o más, que Prádena. El barro de las calles llegaba hasta las rodillas, porque por si fuera poco estaban metiendo el agua y todas las calles estaban llenas de zanjas.

   La primera visión que tuve, al entrar en el pueblo, fue la de ver media docena de zorrillos colgados por el cuello de un nogal. Puede parecernos antinatural, pero entonces se consideraba al zorro como alimaña y eliminándolos se salvaban los corderos o el gallinero. En otro corral donde dejé la yegua se repetía lo mismo. Parecía haber retrocedido a la España del siglo XIX.

   La parada, obligada, en la taberna del tío Gamo. Allí se congregaba el pueblo, era taberna, tienda y además estaba la centralita de teléfonos donde los soldaditos de la base del Alto Rey bajaban a poner la conferencia y mientras jugaban al futbolín. El recibimiento de la señora Avelina:
   -Si eres el de Atienza ha llamado tu padre media docena de veces a ver si habías llegado…

   Y ya de paso me dijo que me había dejado en casa la documentación, el dinero… La señora Avelina me prestó 300 pesetas que empleé en tomarme unas cervezas con un amiguete de la mili, Dionisio Vacas Moreno, en el nuevo bar del pueblo, que estaba a punto de inaugurarse. La pareja se casaba aquel domingo y celebrarían el convite en las eras del pueblo.

   Con el tiempo fui escribiendo algunos artículos dando cuenta de este recorrido, porque lo del libro se quedó en un sueño. Algunos ayuntamientos, con esto de las nuevas tecnologías han ido poniendo en sus páginas aquellas aventuras, porque fue una verdadera aventura.

   De aquel viaje, casi iniciático, siempre recordaré el cariño de las gentes de estos pueblos. La alegría vital de la señora Eugenia de La Miñosa, que iba a cumplir los cien años; A los de La Miñosa decirles que sí, que aquella tía Gabina que yo describía, como recordaba hace poco su alcalde efectivamente era la señora Eugenia, que no quería salir en los papeles. La alegría vital de un molinero, por tierras de Campisábalos, Abilio Ortega; el recorrido en soledad y silencio con Crescencio Cerrada que acostumbrado a la soledad tan solo decía sí o no, según la frase; y por encima de todo, el almuerzo con el que fui obsequiado en casa de mi amigo Dionisio Vacas; Su padre, él y yo, con los perros al lado, almorzando a la lumbre de la cocina unos torrenos, unos trozos de chorizo… Recuerdo que en estas vinieron los del agua a decir aquello de ¡cierren puertas y ventanas!, porque las zanjas las abrían a golpe de dinamita; y la despedida de la madre de Dionisio que me metió en un trozo de pan los torrenos que quedaban y me dijo: “Llévate esto que por ahí no nada…”. Ese ahí, eran estos pueblos de Zarzuela, Villares, Gascueña, El Ordial…

   No había vuelto detenidamente por aquí hasta este verano. Allá por el mes de julio con unos amigos nos vinimos a comer la tortilla al Alto Rey, y recorrí de nuevo estos pueblos. Sorpresa mayúscula, carretera a Prádena, pista de Prádena a Cañamares, luz, agua, teléfono, calles urbanizadas, ¡coches en las calles de Prádena!, y lo mismo en Bustares. Pueblos limpios, hermosos, con la cara lavada, y listos para pasar revista.

   Eché a faltar la alegría de entonces. Encontré calles solitarias, sin ruidos de chiquillos… Entonces a la escuela de Prádena iban nada menos que 30 niños. Ahora ya no hay escuela.

   Hemos ganado mucho en estos años, no lo podemos negar, pero hemos perdido mucho también en este camino. La gente de la sierra se ha resignado siempre a las circunstancias y las circunstancias se han ido llevando lo poco que tenían.

   Es el ser de los serranos: el conformismo. Afortunadamente hoy, como otros dirían, “hemos sacado los pies de las alforjas” y la sierra se hace presente, a través de nuestro folclore, de nuestra Naturaleza, a través de multitud de asociaciones culturales que trabajan por ella. La Serranía esconde todo un acervo cultural y etnográfico, también histórico todavía por descubrir.

   Lamentablemente con la desaparición de las personas mayores se nos van perdiendo grandes páginas del libro de nuestra historia, pero siempre habrá alguien que las recoja. El testigo, al menos de momento, está presente en las nuevas generaciones, abiertas a redescubrir y mantener el entusiasmo.

   Yo os pediría a todos levantar la voz, dejar a un lado la resignación histórica y decirnos los unos a los otros eso de: “juntos podemos”.

   Podemos hacer que se levanten las piedras de nuestros monumentos; rescatar la memoria de nuestros vaqueros; de nuestros arrieros, de nuestros carpinteros… Tenemos la obligación de hacerlo para mantener la memoria de nuestros antepasados.

   También los políticos tienen la responsabilidad de defender a sus pueblos, nosotros los serranos la obligación, vosotros los políticos la responsabilidad, puesto que vosotros, los representantes políticos, los representáis en las instituciones, y los políticos cercanos tienen más conocimiento, o deben de tenerlo de lo que sucede en nuestros pueblos, mucho mayor conocimiento que quienes gobiernan desde un despacho, en Toledo, en Madrid o en Bruselas.

   Defender las escuelas, los monumentos, los centros médicos… Porque cada escuela que se cierra es una puerta que se cierra al futuro de nuestros pueblos, cada servicio que se resta a nuestros pueblos es una palmada que los acerca al abismo del olvido. Y la tierra hay que defenderla porque es nuestra tierra, vuestra tierra, lejos de colores y posturas políticas. Defenderla y levantar la voz por ella, en recuerdo de vuestros abuelos y pensando en vuestros nietos. La Sierra es una colectividad viva, de pueblos vivos, que deben mantenerse vivos.

   Y ya, por último, como aquel grito que escuché en el segundo Día de la Sierra, en Galve de Sorbe, a todos los serranos os pediría repetirlo, decir lo de: ¡Viva la Sierra!, pero una Sierra, viva, de manos unidas y trabajando por ella, cada cual desde donde le dicten su corazón y voluntad; cada cual con sus posibilidades.

   Gracias a todos y, ¡Viva la Sierra, pero una Sierra Viva!

Tomás Gismera Velasco
(Zarzuela de Jadraque, 19/10/2013)