viernes, octubre 25, 2013

LAS PIEDRAS DE BONAVAL





   El anciano abad don Sancho, después de unas cuantas jornadas de camino desde Burgos, llegó con buenas nuevas a Bonaval: tendrían nuevo monasterio; mejor, abadía, y ya no vivirían de prestado, sino en tierra propia. El rey les había concedido la tierra y el permiso para alzar sobre ella la Abadía, a honor de Dios y de San Bernardo de Claraval.

   Lo celebraron con un vaso de vino áspero y un trozo de pan endurecido. Luego se retiraron a la capilla, a dar gracias al Hacedor. Comenzaba a abrirse la primavera de 1189.

   El rey prometió ayudas, lo mismo que sus hermanos de Valbuena, allá por tierras de Palencia, de donde algo más de veinte años atrás llegaron los primeros y luego de visto el lugar levantaron la casa con cuatro piedras y algunos ramajos. Aquellos descansaban a la eternidad en el santo lugar elegido para el reposo y la oración eterna.

   No tardaron en llegar los alarifes, picapedreros y maestros de obras. Los planos de la Abadía resultaban magníficos, quizá demasiado exuberantes para la miseria que antes arrastraron. Los maestros ya habían trabajado por la zona, en Córcoles y en Uceda, al menos así lo querían hacer ver. Lo mismo que los picapedreros que fueron dejando sus marcas para luego poder cobrar por pieza labrada.

   No llegó a conocer la obra concluida el anciano Sancho. A falta de tres o cuatro años para el remate le llegó la hora. Detuvieron los trabajos para darle sepultura en lo más sagrado del templo, después de todo a Sancho se debía. Alcanzó a ver, eso sí, como las piedras, doradas como el oro, se labraban en ciento y mil filigranas.

   Trescientos años más continuó teniendo sello de Abadía; después el tiempo se encargó de irle quitando algún que otro título mientras la pobreza inicial se fue mudando con el producto de algunas tierras, el beneficio de algunas cargas de sal y limosnas, muchas limosnas; a cambio de oraciones, o de sepultura.

   Después, cuatrocientos años más tarde, ochocientos desde la fundación, al convento llegó la orden terrible de abandonarlo. Apenas eran media docena quienes mantenían las piedras, las huertas, la tierra, las sepulturas de don Sancho y de los abades que le siguieron, la de los hermanos que se fueron dejando la vida entre aquellos muros; las de los hidalgos de la tierra que lo eligieron como última morada.

   Echando la vista atrás, mientras los últimos de Bonaval recogían lo sagrado que allá quedaba imploraban porque aquellas piedras en las que se guardaba una parte de la historia de la orden, de la comarca, de su provincia, se mantuviesen en pie ochocientos años más. ¿Cómo se iba a permitir que de un plumazo se borrase lo que tantos siglos había costado mantener?

   Una sensación de rabia les recorrió el cuerpo cuando conocieron que su convento, su Abadía, fue arrebatada para convertirse en un corral de cabras…

   Después, al pasar del tiempo, sin nadie que velase por ellas, se fueron arrumbando las techumbres, y desmoronando los paredones, y…

   Al descubierto se quedó el lugar en el que, ochocientos años atrás, dieron tierra al abad Sancho…

   Parece despertarse noche a noche. A veces, en las de luna, se observa una sombra que se alarga entre las ruinas, reponiendo las piedras que rodaron por el día, pero tantas son que su cuerpo no le aguanta. Al amanecer, exhausto, regresa al descanso de la tumba luchando por no enredarse entre los zarzales que la Naturaleza, en ese ir colonizando lo suyo, extiende alrededor.

   Y todos los días clama por lo mismo, y parece que, al aproximarse a los venerables muros que la historia nos legó, su voz envuelve el valle: ¡Salvad Bonaval! ¡No permitáis Señor, que después de todo lo perdido..! ¡No permitáis Señor que Bonaval, siquiera su recuerdo, siquiera lo que queda, termine olvidado, hacedlo por lo que debéis a vuestra tierra, aunque tengáis que echar mano de los hombres poderosos della! ¡Hacedlo!

Tomás Gismera Velasco