jueves, marzo 26, 2015

ATIENZA 1592, NAVIDADES REALES



ATIENZA 1592,
NAVIDADES REALES

   Cuentan las crónicas que el 30 de mayo de 1592, tras haberse celebrado cortes en Madrid, el rey Felipe II partió camino de Navarra y Aragón, reinos en los que igualmente se había convocado a la nobleza y representantes del pueblo de ambos reinos, con el fin de celebrar en aquellos, igualmente, cortes.

   Su viaje a través de la vieja y nueva Castilla fue recogido por sus cronistas, especialmente por Enrique Cock, quien tituló su trabajo como “La Jornada de Tarazona hecha por Felipe II en 1592, pasando por Segovia, Valladolid, Palencia, Burgos, Logroño, Pamplona y Tudela”.

   Enrique Cock, quien da comienzo a su obra con la salida del rey de Madrid nos va contando, como si fuese un moderno escritor de libros de viaje el trayecto de Su Majestad, junto a algunas de las particularidades, e historia, de los pueblos por los que va discurriendo la comitiva:

   Domingo siguiente (después del Corpus), último de mayo, después de haber oído allí la misa (en Pozuelo de Aravaca, actual Pozuelo de Alarcón), y acabado de comer, pasamos adelante por Las Rozas, a mano derecha, que dista una buena legua de Pozuelo, y venimos a hacer la segunda noche a la Torre de Lodones (Torrelodones), pueblo de hasta cuarenta vecinos del Real de Manzanares, perteneciente al Duque del Infantado, a cinco leguas de Madrid en el camino para Castilla La Vieja, cuyos vecinos son casi todos mesoneros, acostumbrados a robar a los que pasan, por lo que comúnmente se llama Torre de Ladrones…

   El viaje comenzó en Madrid, camino de San Lorenzo de El Escorial, el martes 12 de mayo. Acompañaban al rey, además de los más notables hombres de su corte, su hija, la infanta Isabel Clara Eugenia, quien más tarde sería reina de Bélgica junto al archiduque Alberto de Austria. La infanta contaba entonces con 26 años de edad, y junto a la infanta no faltaba el príncipe heredero, Don Felipe, quien a la muerte de su padre subiría al trono con el nombre de Felipe III, y quien contaba por aquellos días con 15 años de edad. Por supuesto que a cada miembro de la corte le acompañaban sus propios servidores, asistentes, criados o ayos, como el marqués de Velada, que lo era del príncipe heredero.
Atienza de los Juglares

   El viaje se iba haciendo en pequeñas jornadas, en parte porque el rey deseaba detenerse en muchos lugares, y en parte porque Felipe II, bastante enfermo ya de gota, necesitaba reposar más de la cuenta; haciendo noche en los lugares más apropiados, pues no todas las poblaciones del recorrido estaban preparadas para recibir a una comitiva que podía rondar las doscientas o trescientas personas, con los caballos o mulos correspondientes, a los que no sólo había que alojar, también proveer de alimentos, lo que podía acarrear que algunas de aquellas poblaciones por las que la comitiva real pasaba quedasen poco menos que arruinadas tras la visita del rey, a pesar de que después, para ayudar en parte a la recuperación, se las perdonase algún tipo de pechos o contribuciones.

   El paso por las distintas poblaciones debió de impresionar a las sencillas gentes de los pequeños pueblos, al mismo tiempo que respiraban aliviadas cuando la comitiva se alejaba sin causarles mayores gastos que el de añadir a la tropa unas fanegas de pienso o paja para las caballerías.

   La entrada en Segovia del Rey, cuenta el cronista, fue sin demasiados protocolos, a pesar de que el acompañamiento tuvo su lucimiento:

   … vino a hacer su entrada en la ciudad de Segovia sin recibimiento público, domingo en la noche, a siete de junio, y fueron hechas muchas luminarias por todas las calles. Su Alteza el Príncipe nuestro Señor entró a caballo, yendo Su Majestad y la Infanta en su coche hasta el Alcázar, donde quedaron a reposar. Los caballeros corrieron en la tarde e hicieron una encamisada en la plaza grande, que está delante de dicho alcázar…

   Resultaría demasiado extenso seguir punto por punto el recorrido real hasta Navarra o Tarazona, tanto por el detalle del recorrido, como por el paso del tiempo, ya que  llegaron a Estella  en los  primeros días
Atienza de los Juglares

de noviembre, y entraron en la capital del reino navarro el día 20, en medio de una intensa nevada. El último día del mes se encontraba en Tarragona, y el 5 de diciembre, tras su paso por Aragón, dio comienzo el viaje de retorno a Castilla:

   Sábado a cinco de diciembre, hubo orden de juntarse toda la compañía en la ciudad (de Torrellas, provincia de Zaragoza), donde vino bien de mañana, para salir con Su Majestad hacía Castilla, empero no salió hasta mediodía que acabó de comer, y viniendo donde están los límites de los reinos, se despidió de los de Aragón, que desde allí se volvieron, como así mismo hizo la guarda, que para este efecto se había juntado allí, y caminando cuatro leguas de una vez fue a hacer Su Majestad noche en su villa de Ágreda, primera en Castilla…

   La comitiva real hubo de distribuirse para pernoctar, además de en la propia villa de Ágreda,  en  las  dos vecinas poblaciones de
Añavieja y Débanos, y el nueve de diciembre, desde Soria, se encontraban camino de Almazán, donde se dio licencia a parte del acompañamiento para que desde Soria fuesen derechamente hacía Madrid, mientras que el rey y su cercana comitiva seguían camino distinto:

   A la compañía se dio licencia para ir el camino derecho desde Soria a Madrid por no haber más entradas públicas, y desvióse este día (9 de diciembre), del camino real a la mano derecha tomando posada en un pueblo llamado Quintana Redonda, donde llegó temprano, y Su Majestad hizo noche en la villa de Almazán, que es cabeza del marquesado de la familia de Mendoza.

   El jueves a diez de diciembre, habiendo Su Majestad partido de Almazán para Berlanga, que son otras seis leguas, donde hizo noche, vino la compañía también a pasar por el puente, por razón del río (Duero) y tomó el camino para Madrid, e hizo este día cuatro leguas para llegar a Almazán, y de allí otras dos hasta tomar posada de noche en Cobertelada y Almantiga, dos lugares, e hizo estos días y los dos siguientes tan crueles aires que nos dio gran embarazo ir a caballo.

   El viernes once de diciembre fue la compañía adelante y pasó por Villasayas y Barahona, de que estos campos porque pasamos toman nombre y se dicen los campos de Barahona, estériles de pan, vino y leña, y de noche paró en un lugar que se dice Paredes, de pocos vecinos, acabando como a cuatro leguas…

   No es mucha la información que tenemos sobre cómo era Paredes en aquél año. Las informaciones posteriores recogidas en los diversos censos y catastros nos muestran la población como de unos cincuenta o sesenta vecinos (unos 300 habitantes), y pobres terrenos.

   El Catastro de Ensenada, más cercano en el tiempo, a pesar de que ya habían transcurrido cerca de doscientos años desde el paso de Felipe II, nos cuenta que el pueblo pertenecía a la jurisdicción del conde de Coruña, a quien había ido pasando en línea de herencia. Con Felipe II, Paredes y unas cuantas poblaciones más de nuestro entorno habían pertenecido a la Princesa de Eboli, fallecida el 2 de febrero de ese mismo año, y a cuyos herederos tenían que satisfacer los diezmos correspondientes, e incluso la taberna de la villa, arrendada por un vecino del pueblo, pertenecía al Hospital de San Mateo de Sigüenza, con lo que podemos imaginarnos las estrecheces por las que pasó la tropa, y el alivio al verlos partir.

   El día siguiente, a doce, hizo otras seis leguas hasta la villa de Atienza…
   Sonó luego el mismo día que Su Alteza del Príncipe nuestro Señor quedaba indispuesto, por lo cual Su Majestad se detuvo en Atienza algunos días, hasta que pasada la Pascua de Navidad, convalecido el Príncipe, vino por ciertas jornadas a Madrid, pasando por Eras, situada en la ribera del Henares junto al monasterio y abadía de Sopetrán…

   Hasta aquí, lo que el cronista nos cuenta. La compañía ya había hecho noche en Jirueque, y pasado por Jadraque e Hita, camino de Guadalajara y Alcalá.

   Añadir, eso sí, que Enrique Cock pertenecía al cuerpo de archeros del Rey, y enumeró al final de su trabajo a cuantos acompañaron a Felipe II, con sus circunstancias personales, incluso a los tres que murieron por el camino, uno de ellos coceado por un caballo en Segovia. Sin que faltase el nombre del capellán del Rey, Jaques Alardi, o el herrador, Juan de Arroyo.

   Es fácil imaginar la entrada de la comitiva en Atienza, con toda probabilidad camino del convento de San Francisco, donde tradicionalmente se alojaban los miembros de la Casa Real, por lo que no debieron de hacer, aquel primer día, su entrada solemne en Atienza.

   Contaba entonces el convento con unos veinte frailes, y a juzgar por las informaciones que nos han llegado de aquellos tiempos, en él no se vivía del todo mal, gracias a la generosidad de Catalina de Medrano, fallecida en 1541 y quien en su testamento había legado a los franciscanos una considerable porción de su herencia en forma de censos o réditos, junto a algunas tierras en Romanillos, a pesar también de que la familia de doña Catalina, encabezada por uno de tantos Garcís Bravo, llevaba años pleiteando con los franciscanos por recuperar la hacienda de su antecesora, del mismo modo que pleiteaban los franciscanos por conservarla. Doña Catalina, junto a su marido, don Fernando de Rojas Sandoval, descansaban en cuerpo y piedra, ya que se hicieron de ellos bustos de alabastro, en una de las capillas, otros documentos nos hablan de la cripta en la que se conservaba el famoso relicario de las Santas Espinas, aunque en su testamento dejó bien claro que se la enterrase en la capilla de San Antonio.

   Imaginemos que al conocer la noticia de la llegada del Rey y de sus hijos, corrió a ponerse a sus pies el señor Corregidor, probablemente Alonso de Luzón, del mismo modo que se haría presente en el convento todos aquellos hidalgotes de nombre, hacienda y familia que en Atienza residían, desde los Artacho a los Bravo, los Arias o los Ortega.

   También, y como es lógico, imaginamos que a los vecinos de Atienza no debió de gustar, por mucho que se diga lo contrario, que el Rey y sus gentes se aposentasen en la villa, mucho menos al conocer que lo habrían de hacer por varios días y que, poco menos que a escote,, debían de pagar su manutención y la de sus gentes y animales de compañía, recibiendo además en sus humildes hogares, a algunos de aquellos miembros del acompañamiento a lo que, la ley mandaba, no se podían negar por aquello de la regalía de aposentos.

   El tiempo debió de pasarlo don Felipe entre misas y sermones, pues el clima no acompañó para de cacería pero como de ello se trataba, y próximas las fiestas, damos cuenta de los menús que acompañaban los días navideños de aquel tiempo, trasladados al papel por su propio cocinero mayor, Francisco Martínez Motiño:

   Banquetes por Navidad:
   -Perniles con los principios. Ollas podridas. Pavos asados con su salsa. Pichones y torreznos asados. Platillo de arteletes de aves sobre sopas de natas. Bollos de vacía. Perdices asadas con salsa de limones. Capirotada con solomo y salchiches y perdices. Lechones asados con sopas de queso y azúcar y canela. Hojaldres de masa de levadura con enjundia de puerco y pollas asadas.

   Los segundos:
   -Capones asados. Ánades asadas con salsa de membrillos. Platillo de pollos con escarolas rellenas. Empanadas inglesas. Ternera asada con salsa de oruga. Costrada de mollejas de ternera y con higadillos. Zorzales asados sobre sopas doradas. Pastelones de membrillos y cañas y huevos mejidos. Empanadas de liebres. Platillos de aves de Tudesca. Truchas fritas con tocinos magros y ginebradas.

   Los terceros:
   -Pollos rellenos con picatostes de ubres de ternera asados. Gigotes de aves. Platillos de pichones ahogados. Cabrito asado y mechado. Tortas de cidras verdes. Empanadas de pavos en masas blancas. Besugos frescos cocidos. Conejos con alcaparras. Empanadillas de pies de puercos. Palomas torcaces con salsa negra. Manjar blanco y buñuelos de viento.

   Los postres:
   -Uvas, melones, limas dulces, naranjas, pasas y almendras, orejones, manteca fresca, peras y camuesas, aceitunas y queso, conservas y suplicaciones.

   Sobra decir que, por aquellos tiempos, el marisco no triunfaba en las mesas navideñas, mucho menos en la de Felipe II. Digamos que en el convento, en 1834 y como menú especial, los franciscanos se cenaron un lomo a la pimienta (es de suponer), que les costó 12 reales.