martes, marzo 24, 2015

FRANCISCO LAYNA SERRANO.



FRANCISCO LAYNA SERRANO.
Por Tomás Gismera Velasco

“Nací en un pueblo llamado Luzón, perteneciente al antiguo señorío de Molina, en la provincia de Guadalajara, y puede decirse que no lo conozco pues teniendo uso de razón solo estuve en él una tarde con el objeto exclusivo de ver en que clase de lugar vine al mucho, hecho acaecido en la madrugada del 27 de junio de 1893; por cierto, muchas prisas sentí por asomarme a este valle de lágrimas pues nací sietemesino y estuve dos meses entre la vida y la muerte, hasta que cumplido el plazo natural de la existencia intrauterina, la robustez progresiva fue sustituyendo a la endeblez primera.

   Ejercía mi padre en aquel lugar su profesión de médico, pero al año de nacer yo se obstinó en marcharse de allí sin mirar el perjuicio de sus intereses, siendo la causa la pugna entre su exagerado puntillismo y la cabezonería de los luzoneros, dignos descendientes de los iberos, lusones, que tan malos ratos dieron a los romanos hasta verlos sometidos. El quería que le pagaran los partos independientemente de la iguala, a lo que mis paisanos se opusieron alegando la razón suprema de no haber sido nunca costumbre, pero como estaban muy satisfechos de su servicio, aviniéronse a pagarle mayor iguala. No quiso ceder mi padre, ellos tampoco, anunció su marcha y ya no hubo modo de evitarla. Volver atrás le parecía deshonor, aún cuando a última hora el pueblo se avino con sus pretensiones, renegando de su habitual cabezonería; la que me caracteriza muestra bien a las claras que no en balde me bautizaron con agua de Luzón”. (Francisco Layna Serrano. Memorias. “El escenario de mi infancia”).

   Tras aquel incidente pasó a residir a Ruguilla, a la casa familiar de sus abuelos. En Ruguilla estudió las primeras letras, hasta pasar al Instituto Brianda de Mendoza de Guadalajara, y de aquí a la Universidad de San Carlos de Madrid, donde comenzó sus estudios de medicina, especializándose en otorrinolaringología, y en donde fue alumno de prestigiosos hombres de ciencia, como Santiago Ramón y Cajal “quien explicaba la lección mirando al techo, con dicción continuada y monótona; la mayor parte de los alumnos desfilaba confiada en la fingida distracción del maestro que simulaba no advertir el poco respetuoso éxodo, pero los que nos acercábamos para oír mejor prestando atención a sus explicaciones, estábamos pendientes de sus labios y nos parecía breve el tiempo que duraba su perorata, literaria en la forma y de meridiana claridad de concepto”.

   Sus constantes achaques de salud le llevaron a visitar a numerosos médicos de Madrid y Navarra, ya que a temprana edad se le detectó una epilepsia de la que se trató en Pamplona: “durante mi adolescencia y juventud sufrí de una docena de crisis epileptiformes que aun siendo sintomáticas correspondía a una predisposición paraxística reflejada en mi carácter impulsivo e inquieto, a mi genio pronto y excitabilidad exagerada”.

    No obstante, concluyó con éxito su licenciatura en medicina, aunque nunca llegó a doctorarse: “En cuanto al Doctorado, desde luego no lo estudiaría como alumno oficial pues entre el cuartel por un lado y por el otro mi asistencia al Instituto Rubio me impedirían ir a clase, de suerte que como la matrícula gratuita tenía dos años de validez, me examinaría por libre o lo haría al año siguiente, cuando ya estuviera un poco desenvuelto en la vida; años adelante ese título de doctor solo podía servirme de adorno y como según va transcurriendo el tiempo me atraen menos las alharacas y adornos, he procurado ser docto sin importarme un ardiz no ser doctor”.

   Con anterioridad a su licenciatura, y de la mano de su padre, ejerció la medicina de manera “clandestina”, en Ruguilla y alrededores, practicando incluso operaciones que llegó a calificar de “estéticas”, como la del famoso “Chato de Abánades”.

   Sus primeros años como licenciado en medicina transcurren entre la consulta que abre en Madrid, con otras por los pueblos de la Mancha, que recorre principalmente en los meses de verano, o los fines de semana, con objeto de mantener y acrecentar su clientela.

   Contrajo primer matrimonio en Madrid, con Carmen Bueno Paz, natural de Maranchón, y sobrina de la marquesa de Linares, de quien heredarían una pequeña fortuna que posteriormente perderían en inversiones inmobiliarias de poca rentabilidad, si bien y como otorrino comenzó a conseguir cierto renombre en el Madrid de 1920, tanto en el Hospital del Niño Jesús “interino y sin sueldo”, como en otros muchos centros que posteriormente le proporcionarían numerosa clientela.

   En 1922 fundo la Asociación Médico Quirúrgica de Correos y Telégrafos: “He de confesar que ni los socios ni los médicos han olvidado que fuí el fundador de la asociación y continuo siendo su mas ardiente paladín, no obstante algunas amarguras sufridas, y se me considera mucho y se me pide parecer. En aquellos primeros meses, en la junta directiva, aunque cada cual teníamos un cargo, no había ni presidente, ni tesorero, ni vocales ni señor médico más que para las cuestiones de protocolo. Lo mismo acontecía en las juntas generales, recordando que en una al debatirse la cuestión de especialistas en cirugía, me levanté para decir que proponía un cirujano del que se podía responder como técnico y persona amable, bastó que fuera yo quien hizo la propuesta para que se aceptara por aclamación ya que mi nombre era en aquel tiempo suprema garantía; así pues fue nombrado el doctor Rementería al que entonces solo conocía de referencias, pero excelentes, ni yo he tenido que arrepentirme de la propuesta ni los socios de su voto de confianza; de entonces a acá cuánto ha variado la asociación por culpa de los advenedizos, de los intransigentes y de los envenenados por la lucha de clases”.

   Sin embargo, su verdadera vocación era la historia, tratando de seguir los pasos de su tío Manuel Serrano Sanz.  Junto a él se instruyó en algunas ciencias menores, comenzando posteriormente a adentrarse en el mundo de los archivos tras el desmantelamiento del monasterio de Ovila, alguna de cuyas tierras fue adquirida por su familia tras la desamortización, llegando incluso a adquirir el monasterio en la primera, compra que posteriormente fue anulada.

   A su primer libro sobre Ovila sucedería un segundo sobre los conventos en la provincia de Guadalajara, y a este su ya clásico “Castillos de Guadalajara”, y un cuarto que título “Arquitectura Románica en la provincia de Guadalajara”, dedicado a su mujer, Carmen Bueno, fallecida unos meses antes de su aparición, el 12 de octubre de 1933, a causa de un accidente de tráfico en las cercanías de Guadalajara. Su tío Manuel había fallecido por las mismas fechas del año anterior, y se le pidió que le sustituyese en el puesto de Cronista Oficial de la Provincia.

   Tras la muerte de Carmen llegarían unos meses de inactividad,  tras los que retomó su labor investigadora, interrumpida por la Guerra Civil, tras la que editó su famosa “Historia de Guadalajara y sus Mendoza”, “La Historia de la Villa de Atienza” y la “Historia de la Villa Condal de Cifuentes”. Fueron sus grandes obras, a las que añadiría multitud de pequeñas monografías sobre la práctica totalidad de la provincia, unas veces en largos artículos publicados en revistas especializadas, y otras a través de la prensa provincial, en la que llegó a publicar cerca de dos mil artículos sobre variedad de temas, históricos, costumbristas, de opinión o de debate.

   Su larga trayectoria fue reconocida con multitud de premios y medallas, nacionales y provinciales, siendo igualmente nombrado Hijo Predilecto de la Provincia, Hijo Predilecto de Luzón, Hijo Adoptivo de Atienza y Cifuentes, etc.

   Murió en Madrid, el 8 de mayo de 1971, a consecuencia de una afección pulmonar, complicada con otros achaques de corazón, siendo enterrado en el cementerio de Guadalajara al día siguiente, en la misma sepultura en la que descansaba su primera mujer, Carmen Bueno, a pesar de que en la década de 1940 había contraído nuevas nupcias con Teresa Gregori Castelló. Sin embargo, el recuerdo de Carmen siempre lo tuvo presente, pidiendo bajar a la tumba con la alianza de su primer matrimonio, y la medalla que Carmen le regaló el día de su matrimonio, siendo cubierto su féretro por una bandera de Guadalajara que aquella le había bordado al poco de su matrimonio.

   No tuvo una vida aunque, de espíritu luchador como pocos, logró las más altas cotas de popularidad y reconocimientos en la provincia de Guadalajara:

      Al acabar de instalarme en la Plaza de Santo Domingo, hice arqueo de fondos; por todo capital me quedaron treinta duros, más veinte mensuales hasta concluir noviembre, pagaderos por mi padre. Con esos medios de fortuna comencé mi vida de médico en Madrid, sin clientela, sin sueldo alguno, pero con una riqueza de valor inapreciable; la que supone una voluntad férrea y una ilusión amorosa cuya realización era, según puedo afirmar de modo rotundo, el principal y aún único móvil de mi existencia; con semejante caudal encerrado en la caja fuerte de mi alma, ¿No había de vencer aun con solos treinta duros en cartera?

   En mi casa, había lo siguiente: Un perchero de roble en el pasillo; los muebles que fueron de Pío Iglesias, consistentes en mesa y sillón, librería o mejor dicho estantería abierta y seis sillas, también de roble con el asiento tapizado de simicuero verde; en el cuarto de curas, un sillón metálico giratorio y extensible hasta hacerlo adoptar la relativa apariencia de mesa de operaciones, la imprescindible vitrina de hierro esmaltado para los instrumentos de los que ya tenía regular acopio, taburete giratorio, portalámparas hecho a mi capricho con su escupidera de loza, mesita etagere con entrepaños de cristal para colocar los utensilios de curas, dos sillas y un cubo, de hierro esmaltado como todo lo anterior; en la sala de espera, una sillería de haya pintada de color guinda, tapizada de pana floreada en azul y compuesta de sofá, dos sillones, seis sillas y mesita de centro, para periódicos. Hasta aquí todo era decente, completito y monillo, como destinado al público mientras los trebejos para la vida familiar quedaron reducidos a su mas mínima expresión.