martes, marzo 24, 2015

ISABEL MUÑOZ CARAVACA Y LA IGLESIA.



ISABEL MUÑOZ CARAVACA Y LA IGLESIA.

   “No yo no soy impía. Los impíos son los que se espantan de que el Ser Supremo es un ente caprichoso que concede favores interesados a cambio de unas gotas de agua turbia y unas cuantas palabras de latín bárbaro”.

   La falta de religiosidad, o de cultura religiosa, es una de las acusaciones que la perseguirán a lo largo de su estancia en Atienza y que la acompañarán durante el tiempo que viva en Guadalajara, hasta pocos días antes de su fallecimiento.

   Ella nunca se declarará como ferviente católica, más bien es una persona escéptica que analiza el por qué de las cosas, y que, tratando de predicar con el ejemplo, más una vez se hará la misma pregunta: “Han pasado dos mil años, ¿cuantos pasarán hasta que seamos cristianos de veras?

   Entiende que es una “devoción viciosa” las viejas costumbres arraigadas en la iglesia, como las rogativas. Ella se siente obligada a formar a sus alumnos: “los deberes de maestra ponen la pluma en mi mano, y apoyada en lo que dicen los pedagogos de que la Escuela educa a los padres por medio de sus hijos, obedezco a mi obligación, no solo de educar sino de contribuir a que se difunda la luz y la verdad más allá de mi escuela, si es posible”.

   El comentario viene a consecuencia de combatir el que sean sacadas las imágenes de las iglesias para pedir agua, o que cese una plaga de langostas: “”En las escuelas de niños está mandado que se estudien principios de Agricultura: cualquier tratado elemental de esa materia enseñaría a los niños a despreciar supersticiones, y les diría que existen medios racionales para preservar en lo posible a las plantas de sus enemigos. Cualquier medio de vulgarizar la ciencia mataría al fin el error y sería medio eficaz para esas enfermedades morales. Se que mis ideas sublevarán contra mi a los eternos conservadores de las tradicionales costumbres populares; se que me llamarán impía, no me importa. Cumplo un deber que me exige no tener miedo, si miedo tuviera renunciaría a mi escuela y arrojaría mi pluma, antes de ser, desde el lugar que me dan mis funciones, cómplice pasivo de la imposición de los conjuros, de los exorcismos, de las prácticas medioevales sobre los sanos principios de la moderna pedagogía que tiene a educar todas las facultades del hombre”.

   Estas opiniones no solo pondrán en su contra a los sacerdotes del municipio, igualmente lo harán los de fuera de él: “¿por qué nos dice que es una patraña el creer que el hisopo libre a los campos de los azotes ordinarios? ¿Por qué asegura que los conjuros no son medios racionales para preservar a las plantas  de sus enemigos? Por Dios señora, ¿quiere usted decir tanto como dicen estas frases?”. Le pregunta el cura del vecino pueblo de Hijes, Patricio Sánchez.

   La respuesta de doña Isabel es larga, la reduciremos a unas líneas que resumen todo su contenido: “Yo no voy contra las creencias religiosas de nadie; yo no hablo una palabra de religión en todo esto; porque yo no llamaré nunca creencias religiosas a las inconscientes credulidades del vulgo. Y ahora que me dirijo especialmente a un señor capellán pregunto: Si hay herejía  ¿dónde está? En mis afirmaciones o en lo que llama mi contrincante prácticas del pueblo católico? No son católicas esas prácticas. El catecismo llama culto vicioso a la superstición, y en plena superstición nadamos”.

   Isabel defiende la igualdad, una igualdad que no se ejerce y va contra el cristianismo que predica la iglesia católica: “El Cristianismo se predicó y se extendió por el mundo. Hoy, prescindiendo de matices y detalles, es la religión de todos los pueblos cultos; la única creencia religiosa que cabe dentro de la moderna civilización. ¿Podemos decir que hemos cumplido exactamente el mandamiento que se nos dio? Nada más bello que la misión que se impuso el Cristianismo, pero la misión completa, aquella en que cabe lo mismo el soñador idealismo de su origen oriental que la lógica positiva de nuestros días; reunir a los humanos sin distinción, a todos, altos y bajos, grandes y chicos, sabios e ignorantes, hombres y mujeres… Nuestro Padre está en el Cielo, nuestra morada es la tierra. Dios no ha creado castas, ni clases, ni especies, esas son obras nuestras”.

   Su enfrentamiento con el padre Cadenas, predicador en Atienza que exacerbó a los vecinos contra ella, llamándola impía, continuó en Hiendelaencina, donde Cadenas hubo de ser rescatado por la guardia civil. Parece que se atrevió a insultar a los mineros por no acudir a la iglesia. En cambio Isabel, al conocer la noticia, no carga contra él, sino que lo compadece: “El buen sentido de todos debe remediar y mejor, evitar estos sucesos lamentables, el de los oyentes haciendo caso omiso de las exageraciones de la misión, el del misionero recordándole que las imposiciones ya no son posibles para nadie, ni viniendo de nadie; que deje en paz la conciencia de todos, que la independencia y la libertad de esa conciencia es la más grande, la más bella de las conquistas de nuestro tiempo”.

   En uno de sus artículos, 28 de abril de 1908, que titula “Ayuno con Abstinencia”, Isabel crítica esta práctica sin que le falten argumentos para hacerlo: “En Atienza el jueves y el viernes santo no se comen manjares vedados, pero como no se veda beber en día de ayuno, aquí se bebe, es la costumbre. Se bebe limonada, en exceso, y los excesos conducen a lo todo lo malo”.

   Aunque sin duda lo que más le duele es que, residiendo ya en Guadalajara, las mujeres preguntan a su servidumbre cuales son sus opiniones religiosas, que el 10 de noviembre de 1912, explica en un largo artículo que titula: Explicaciones.

   “Respeto las ideas religiosas de todo el mundo; todas las opiniones religiosas civilizadas las respeto; que cada cual crea lo que mejor le parezca o lo que le hayan enseñado ¡discutir creencias! No me aventuro yo en tan resbaladizo terreno. Por esto no aconsejo a los que me sirven que vayan a misa o al sermón. Tampoco que no vayan, ellos sabrán lo que han de hacer. Y no les aconsejo, sobre todo, porque aún antes que sus ideas religiosas, respeto su condición independiente y libre, primero de las cualidades humanas, anterior a todo. Si son católicos sinceros, ellos cumplirán sus deberes religiosos sin mi intervención; irán a misa, a confesar, a donde crean que deben ir, y la única obligación que mi modo de pensar me impone, es no limitarles la libertad ni el tiempo, ni pedir cuentas ni sacar consecuencias: no ya como obligación de quien respeta las creencias ajenas, sino como de quien considera la personalidad ajena como la personalidad propia dueña de su conciencia y de su albedrío. Como de quien ni sabe ni debe hacer diferencias entre amos y criados que solo se distinguen en que unos realizan un trabajo material y los otros lo pagan, sin me medien mermas ni rebajas de dignidad”.