miércoles, marzo 25, 2015

LA CABALLADA. ASÍ CUENTAN QUE PASÓ



LA CABALLADA. ASÍ CUENTAN QUE PASÓ

Tomás Gismera Velasco

   El pueblo entero se fundió en las sombras.
   Una suave neblina envolvió con su esponjoso manto todo el caserío, de manera que apenas se adivinaban las torretas de las murallas desde el castillo a no ser por el resplandor fugaz de las antorchas, que brillaban espectrales aumentando así la sensación tenebrosa que infundían niebla y noche, entre las que se movían las sombras que vigilaban desde el camino de ronda.

   Un susurro inquietante llegaba desde el otro lado de los fuertes muros. Apostado a las puertas de la villa veinte días atrás, y a tiro de piedra, el real; rodeado de fuerte coraza de soldados leoneses tan inquietos como los caballos que, entre las sombras, pataleaban como lo habían hecho desde que llegaron a las proximidades de la villa para tomarla por la fuerza de las armas. Se escuchaban fantasmales las voces en medio de la niebla. Voces que iban apagándose conforme la guardia leonesa se iba relevando, apostando nuevos hombres junto a los viejos portones que se cerraron cuando desde la altiva torre del homenaje avistaron la polvareda que levantaba la mesnada guerrera del rey de León. 

   Como inquietante desafío vieron los ojos del vecindario aquél despliegue de fuerzas y de armas que, por el camino de Berlanga, llegó hasta plantarse a las puertas mismas de la villa.

   Con ávida vista contemplaron los truenos, culebrinas, ballestas, saetas, manteletes, arietes, torres de asedio y cuantos ingenios guerreros arribaron desde el reino de León y habían hecho triunfal desfile por las principales ciudades castellanas, rindiéndose unas ante la llegada de aquel magno ejército, y huyendo de las demás los defensores, temerosos ante tanta gente de armas.

   Al caer la tarde y como se venía haciendo los últimos días, se encendieron las hogueras que, como señal luminosa, habían de advertir del peligro en el que estaba sumida la villa de Atienza, haciendo así llamamiento a su defensa.

   Desde el siguiente de los días a la llegada de las fuerzas leonesas se enviaron mensajeros a Soria, a Burgos, a Salamanca, a cuantas ciudades podrían venir a socorrer a aquellas gentes, pero los días pasaban sin recibir de ellas el consuelo.

   Por el patio de armas del castillo varias decenas de siluetas, arrebujadas en fuertes capotes de paño burdo, escrutaban en la oscuridad, y fuera de la barbacana un sinfín de bestias de carga movíanse inquietas ante las idas y venidas de aquellos fantasmones que apenas podían levantar los pies del suelo. Bajo el pesado capote ocultaban todo tipo de armas cortas, que habían de servirles de defensa.

   Aquellas siluetas fantasmales no eran otras que los arrieros atencinos, y las bestias de la barbacana su vehículo de transporte en el que llevar de uno al otro lado de las ciudades castellanas el fruto de su trabajo.
   Un joven príncipe de apenas seis años era el responsable de todo aquel trajinar, y aquel príncipe no era otro que el heredero de los reinos castellanos, don Alfonso, que había de ser el octavo de su nombre para la corona de Castilla.

   Triste infancia la de aquel noble niño, llamado a ocupar el más alto rango entre los hombres de su tierra. Apenas vio la luz de aquellos que serían sus reinos el Hacedor se llevó la fuente de su vida, y perdida su madre, la reina doña Blanca, Castilla lloró la desdicha.

   Criose el infantito entre ayas, amas y doncellas, siempre al amoroso amparo de su padre, el rey don Sancho, quien por llegar tardío y ser esperado, pusiéronle por sobrenombre el Deseado, y fuere por aquello o porque así lo quiso el destino, su quebrada salud se lo llevó a la tumba al poco de subir al trono y nacerle el heredero.

   Cruel destino para la corona castellana que en apenas cuatro años vio pasar por su trono a tres reyes.
   Los montes de Fresneda, camino de Avila, fueron testigos de las últimas voluntades del anciano Emperador de Castilla y León, el rey Alfonso VII, cuando de camino hacía aquella ciudad, de regreso de su última expedición contra los almohades, entregaba su vida a quien se la dio; aquél que tanto poder tuvo en la tierra fue a expirar en la soledad de los montes, bajo una encina, no sin antes dejar sus reinos divididos, por así evitar rencillas guerreras entre sus hijos. El pequeño, Fernando, heredaría las tierras de León. Sancho, el Deseado, como primogénito, las de Castilla. Por este último se levantaron pendones en tierra de Avila, como nuevo soberano. Era el 21 de agosto de 1157.

   Poco duró aquel reinar, pues apenas un año más tarde, el 31 de agosto de 1158, entregó su alma tras dejar a su heredero, el pequeño Alfonso, en manos de don Gutierre Fernández de Castro, quien desde aquel momento y hasta el de la subida al trono, había de convertirse en ayo, tutor y administrador de los reinos castellanos.
   Mucho hubo de meditar aquella decisión el difunto monarca, y aún así no pasaron muchos días sin que otro potentado de Castilla, don Manrique de Lara, se alzase contra aquella decisión, pues vio este como el de Castro, al abrigo de la corona, aumentaba su poder y acrecentaba sus arcas con lo que no le era propio.

   De las palabras pasaron a los hechos y de los hechos a las manos. Buscó el de Castro, señor de Castrogeriz, el amparo de su poderosa familia, los Ansúrez y los Ordóñez, condes de Nájera, mientras que el de Lara, heredero de aquel que muriese en el sitio de Bayona con el ejército de Alfonso el Batallador, se ganase el afecto de la reina doña Urraca y se declarase contra el rey Alfonso VII, buscó el de sus hermanos, don Nuño y don Alvaro, sin olvidarse de sus familiares gallegos, los Traba.

   Era este don Manrique el noble más poderoso de los reinos de Castilla, lo que le valió para ser nombrado Alférez del reino.

   Ante la magnitud y poder de las fuerzas de don Manrique de Lara, buscó el de Castro airosa salida a aquella guerrera situación entregando al joven monarca a don García Garcés de Haza, conde de Castilla, medio hermano suyo y emparentado con el otro contendiente.

   No satisfizo al de Lara esta nueva situación y menos a don García, quien con el niño en sus manos, pero sin dineros para mantenerlo, pronto se cansó de gastar del particular y por temor a ver mermados sus caudales, puso al príncipe en los brazos de don Manrique, diciéndole que así se lo habían entregado a él, vestido pero sin blanca en la faltriquera.
   Convirtiose de aquella manera don Manrique en el tutor del futuro rey de Castilla, y con este en su poder reclamó a los Castro cuanto no les era propio, y estos, en respuesta, se levantaron en armas.

   Dividiose el reino de Castilla en dos bandos, por uno luchaba la familia  Lara junto a la real persona del futuro monarca, y en el de enfrente encontrábanse los Castro, quienes por invocar al enemigo leonés, sus partidarios eran menores.

   Durante aquel tiempo de dimes y diretes murió el cabeza de la familia Castro, don Gutierre Fernández, y muerto que fue y por ajustarse a las leyes, desenterraron su cadáver los seguidores del señor de Lara, paseándolo por las ciudades y villas del reino castellano subido en unas parihuelas en macabra procesión, acusándole ante las justicias de mil y una infamias, hasta que con el pasar del tiempo fue finalmente devuelto a la tumba.

   De gran agravio y cruel desafío juzgaron los herederos de don Gutierre aquella afrenta, huyendo del reino de Castilla para refugiarse en el de León con cuantas pertenencias se pudieron llevar.

   Incitaron allí al rey Fernando II, tío del pequeño heredero castellano, para que interviniera en el conflicto del vecino reino, como de alguna manera ya lo venía haciendo desde tiempo atrás; al igual que Sancho IV de Navarra, quien desde que nacieran los primeros conflictos en torno a la tutela del futuro rey había entrado en Castilla y tomado por las armas Cerezo y Logroño, y con sus huestes llegó hasta Briviesca.

   El de León acariciaba la idea del título imperial que su padre se impuso, y no debió de tomar a mal aquel ofrecimiento que le hacían. Pero estaba ocupado en aquellos meses en contener los movimientos de Alfonso Enríquez por sus tierras de Extremadura y de Salamanca. Tuvo que repoblar Ciudad Rodrigo para que actuase de barrera frente a las ambiciones del rey portugués. Se levantaron luego en armas los burgueses de Salamanca, a los que tuvo que rendir en brutal batalla bregada en los campos de Valmuza, a las orillas del Tormes; y al fin, cuando se vio libre de quehaceres en sus reinos se dispuso a afrontar el problema castellano.

   Corrían los primeros días de un recién nacido año de 1162.
   Entró el leonés acompañado de numerosa hueste y a la propia uniósele la de los Castro en tierra castellana, haciendo paseo triunfal por villas, aldeas y ciudades, llegando hasta Toledo, Segovia y sus comarcas, obligando a los Lara a refugiarse en Burgos.

   Interrumpió don Fernando su desfile por Castilla, marchando hacia la frontera oriental, al conocer la muerte de Ramón Berenguer IV en el trono de Aragón, y saber que su lugar era ocupado por otro niño, Alfonso II, a quien su padre había dejado bajo la tutoría del rey de Inglaterra, Ricardo I Corazón de León, aunque esta era ejercida por los magnates del reino junto a los catalanes.

   En septiembre de 1162 Fernando II celebró con aquellos una entrevista en Agreda, tomando desde entonces al rey aragonés bajo su protección y ofreciendo a su hermana doña Sancha como esposa. Tras recibir el homenaje de nobles aragoneses y catalanes y con ello su vasallaje en nombre de Alfonso II, marchó a Burgos, donde continuaba Manrique de Lara.

   Hasta Burgos habían llegado los obispos de Toledo, Palencia, Sigüenza, Calahorra, Segovia, Avila y Osma, huidos de sus diócesis ante el empuje del leonés, y en discutida asamblea trataron de resistir con la fuerza de sus tropas, unidas a las de los castellanos fieles al futuro rey Alfonso, mas todo parecía inútil ante la recia soldadesca leonesa. Hablaron incluso de atacar al de León en sus cuarteles invernales de Atienza o Medinaceli, mas viendo que aquello no era posible, optaron por el acatamiento.

   Se enviaron carteles a don Fernando anunciando el acuerdo. Manrique de Lara le reconocía como tutor del futuro rey de Castilla, aunque sin poner en sus manos al joven heredero, así, mientras el de León se dirigía hacia Burgos, don Alfonso partía hacia Soria arropado por las fuerzas castellanas, siendo puesto al amparo de los muros de la iglesia de la Santa Cruz.

   En Burgos había de firmarse el protocolo por el que Fernando de León pasaría a ser tutor del reino de Castilla, y de paso con las alianzas alcanzadas con el resto de los reinos peninsulares, el más poderoso monarca, y acariciar sobre su cabeza el título que ambicionaba, el Hispaniorum Rex.

   Tras el primer acuerdo marchó el leonés hacia Soria, haciendo escala en Atienza, donde recibió noticias de cómo los castellanos estaban dispuestos a prometerle vasallaje. De Atienza partió hacía Medinaceli, donde continuaron los tratos y de Medinaceli a Soria, donde habían de hacerse efectivos todos los acuerdos anteriores.

   Avanzaba el mes de abril de 1163 cuando a las puertas de la ciudad de Soria llegó el rey de León junto con sus tropas. Recibiéronle cumplidamente los castellanos y dio comienzo un nuevo juego disuasorio en el que sorianos, Laras y castellanos tomaron parte ante los ojos complacientes de don Fernando II.
   Entregaron los del Concejo soriano al pequeño rey con cumplidas palabras:
   -Libre vos lo damos e vos libre lo guardad.

   Hízose cargo del niño el señor de Lara, y procedía a ponerlo en manos de su tío cuando de improviso el pequeño rey, tal vez inducido a ello, rompió a llorar. Entendiendo que no eran aquello maneras de hacer entrega del pequeño, y como alguno de los presentes adujera que el llanto estaba producido por el hambre, por saciar aquella y de paso el llanto, fue sacado de la sala con el asentimiento del leonés.

   Como pasaran las horas y nadie volviese con el Reyecito, el leonés comenzó a impacientarse calmándole quienes lo acompañaban aduciendo que, tras la pitanza, el pequeño Alfonso había caído en los brazos del sueño y por evitar mayores males no era conveniente despertarlo y si esperar. Más como la espera se prolongase y la impaciencia hiciera mella en don Fernando, hubo de contársele al cabo cual era la realidad. El futuro rey de Castilla hacia horas que abandonó la ciudad de Soria con cumplida guardia.

   Así era, apenas el muchacho fue sacado de la sala pusiéronle en manos de don Pedro Núñez, señor de Fuente Almejí, quien con discreta caballería y a galope tendido, marchó con él a San Esteban de Gormaz, donde los esperaba el relevo que habría de conducir al niño al abrigo de la fortaleza de Atienza, donde fue entregado al Concejo.
   Fingió sorpresa don Manrique de Lara al escuchar las noticias y no conoció límites la ira de don Fernando, tan bajamente engañado. Llenó de reproches al anciano castellano, hasta acusarle de la más vil traición.

   Cuando se calmaron los ánimos presentose ante don Fernando el señor de Molina para darle toda suerte de explicaciones sobre como él también fue burlado con la ofensa, lo que no creyó el leonés, y cierto y o no, es fama que el de Lara contuvo al de León con sencilla plática:

   -Si soy leal, o traidor, o alevoso, no lo se, más por cuantas partes anduve y pude, por cuantos caminos fui, libré a mi pequeño señor natural de vasallajes, pues soy natural de sus señoríos.
   Se dispuso el de León a partir en busca de su sobrino, pasó por Almazán, Berlanga y los Altos de Paredes, y al aproximarse a la villa de Atienza la alegría que entre sus gentes causó la llegada del pequeño Alfonso se convirtió en pesadilla ante el despliegue de las fuerzas leonesas.

   Le cerraron los portones de las murallas, y cuando el rey leonés pidió al Concejo la entrega del castellano monarca únicamente recibió silencio por respuesta. Dispusiéronse a resistir los atencinos, desplegó su fuerza el de León, rodeando con sus hombres el cerco murado de la villa, y así, de aquella manera, comenzaron a pasar los días.

   El temor primero ante un riguroso cerco como los padecidos por la villa a lo largo de la historia pronto se disipó, pues el de León permitía a los atencinos salir del muro y continuar sus labores, aunque era distinta la manera de atravesar sus puertas. Al interior no pasaban armas ni alimentos. Quería así el leonés rendir la fortaleza pues era harto difícil tomarla por las armas, pues si Atienza contaba con poca guarnición, la firmeza de sus muros y lo agreste del terreno estaban a su favor.

   Comenzaron a escasear los alimentos, llenándose los atencinos de temores. No llegaban los recursos prometidos ni se tenían noticias de los mensajeros enviados en petición de socorro; y nadie contestó a la llamada que día tras día y noche a noche desde lo alto del castillo hacia la hoguera encendida que trataba de pedir auxilio para el pequeño rey de Castilla. Estaba próximo el momento de la rendición, así lo entendía el leonés y de aquella manera lo presentían quienes formaban parte del Concejo.

   Habíase este reunido en muchas sesiones, se trató de disuadir a don Fernando; de presentarle batalla e incluso de morir resistiendo heroicamente. Todo parecía inútil, pues fuere como fuere al final el pequeño rey terminaría en las manos de sus enemigos.

   En los primeros días del mes de junio, coincidiendo con el inicio de las ferias, cuando ya los caminos comenzaban a encontrarse libres de los rigores invernales, iniciaban su trajineo los arrieros atencinos, vendedores ambulantes que más provecho sacaban con aquel trajinar de mercaderías que del cultivo de la tierra, expuesta siempre a los antojos de los cielos, o de la ganadería, por el riesgo permanente que suponían los salteadores.

   Tramaron los arrieros un arriesgado plan, reunieron al Concejo a campana repicada como era de costumbre y ante los hidalgos atencinos expusieron su idea. Esa que ahora estaba a punto de llevarse a cabo cuando la noche más avanzaba y con ella la niebla, y el movimiento en el patio de armas del castillo se hacía mas intenso.
   El pueblo estaba aquella noche en pie, como haciendo caso a una vigilia impuesta por los arrieros, ya que era un buen número la cuadrilla que antes de despuntar el alba iniciaría el camino.

   Solo los niños dormían, pues dentro de las murallas, amparados en las sombras de la noche y en el algodón del clima, familias enteras comenzaban a apostarse junto a las puertas, bien pertrechados de gruesos capotes, pues intenso era el frío de la amanecida y mucha la humedad.

   Habíase reunido el Concejo en el castillo y cuando todos estuvieron dispuestos, a lomos de robustas mulas cargadas las unas con ciento y un aparejos; las otras con útiles de toda clase que forjados en las fraguas de la villa servirían para el cultivo en lejanos campos. No faltaban las que portaban sus buenas cargas de sal, finos lienzos o bastos paños que los tejedores atencinos preparasen, y las que no llevaban su carga cumplida acogieron sobre sus lomos a jóvenes jinetes hasta un número próximo a los sesenta.

   Con las telarañas del sueño, convenientemente abrigado para soportar aquellos fríos, fue entregado el joven rey de Castilla a uno de aquellos arrieros quien, arrebujado en su capote, tomó al pequeño Alfonso entre sus brazos, amparándole bajo su capa cual si de su propio hijo se tratara.

   Se hicieron promesas y rogativas, encomendó el Abad al Creador a cuantos se disponían a  partir y, tras recibir su bendición y la de los presentes, a caballo los unos y a pie los demás, inició marcha el cortejo trajinante a través de las empinadas calles de la villa.

   Se confundían los cascos de las mulas al entrechocar contra las piedras, con el canto altivo de los gallos madrugadores. Un silencioso séquito de labriegos, ancianos y mujeres acompañaba a los arrieros que, orgullosos, caminaban entre aquellos que les abrían paso respetuoso y les llevaban como en volandas hacia la puerta de los arrabales.

   Abriose esta con un ronco chirrido que apenas movió de sus lugares a la centinela leonesa, acostumbrados como estaban al sonido de las viejas bisagras a tales horas y, en la duermevela, vieron salir por ella fundidos en las sombras al espectral cortejo de mulas y jinetes. Supieron que se trataba de los arrieros de Atienza, dispuestos a iniciar una vez más la larga caminata que los llevaría a recorrer los enriscados caminos castellanos y tal vez de los reinos vecinos, y la pereza, el frío y el sueño hicieron su trabajo.

   Se alegraron secretamente los guardianes al ver que aquellos cincuenta o sesenta fantasmones abandonaban el pueblo, pues menos serían los defensores, y les dejaron marchar sin más; y como quien nada teme y con pocas prisas dispusiéronse los arrieros con su recua, tras abrevar sus mulos en la fuente que al inicio del camino construyeron, a tomar aquel por el vallejo que dicen del Plantío, el mismo que los debería de llevar, a través de Madrigal, a tierras de Segovia y luego Avila, rodeando la montaña.

   Ojos tenían las almenas, los portillos y el adarve de las murallas, y hasta las piedras, que en un santiamén vieron a la comitiva de arrieros fundirse entre la niebla. Llegaba el acompasado son de las mulas alejándose y el suave parloteo de los trajinantes, y cuál no sería la sorpresa cuando desde el real leonés se escuchó, lo mismo que el estallido del trueno, el estampido del galope de varias decenas de guerreros caballos.

   Habían despejado el sueño los de León, y con el despeje cayeron en la sospecha. Por evitar aquella cabalgaron en pos de los recueros. Temieron estos lo peor, el pánico se apoderó de cuantos se parapetaban tras las murallas más como estaba previsto, perdiéronse entre la arboleda los que llevaban al rey y siguieron los otros a su paso calmo hasta llegar a la ermita que dicen de la Virgen de la Estrella. Despertaron con prisas al santero, abrieron de par en par las puertas y, una vez descabalgados, iniciaron con sus varas una suerte de bailes entre castellanos y moriscos. De aquella manera los encontraron los de León, quienes por no saber cuantos salieron no echaron en falta a los que marcharon.

   Contemplaron divertidos los soldados enemigos aquel juego de varas, palitroques, saltos, cantos y danzas, creyeron que aquello era rito de vieja tradición y, tras compartir pan, vino y queso, volvieron los unos al cerco de la muralla y al camino los otros, cuando ya los rayos de sol habían barrido el sudario de la niebla.

   Nada se conocía dentro de la villa de lo que estaba acaeciendo a pocas leguas, más cuando los atencinos vieron llegar a la centinela leonesa tornando nuevamente a sus puestos entendieron que el cerco fue sido burlado y por tanto su pequeño rey estaba camino de lugar más seguro como así lo era.

   Llegaron noticias al cabo de varios días. Durante siete cabalgaron quienes llevaban al pequeño Alfonso, ocultándose de la luz del día y retornando al camino con las primeras sombras,, hasta llegar primero a Segovia y más tarde a Avila, donde fue mostrado al pueblo que, incrédulo, no despertó de su asombro hasta verlo de la mano del obispo de Sigüenza, don Cerebruno, que a partir de entonces se convertiría en su maestro, saludando airoso desde lo alto del fortificado ábside de la catedral, que por aquellos días avanzaba en su construcción.


 EL RESTO LO TIENES AQUI, EN : CRONICAS DE LA CABALLADA DE ATIENZA, PULSANDO



   Aquellas noticias, buenas para los castellanos, se convirtieron en mal presagio para quienes cercaban los muros de Atienza, pues llegaron con las que anunciaban al rey de León que Alfonso de Portugal incomodado por la repoblación de Ciudad Rodrigo, aprovechando la ausencia armó sus ejércitos e invadió la zona hasta llegar a Salamanca, y tal  vez cansado de ver como los castellanos le hacían burla, por muchas que fueran sus fuerzas y armas, entendiendo que más habría de perder fuera de su reino que volviendo a él humillado por gentes de más baja condición, dejó para siempre la causa castellana en manos de los castellanos.
   Así cuentan que ocurrió.