miércoles, marzo 25, 2015

LA NECROPOLIS DE CERROPOZO, EN ATIENZA



LA NECROPOLIS DE CERROPOZO, EN ATIENZA
Por Tomás Gismera Velasco

   Corría el año 1928 cuando se comenzó a trazar la carretera que, desde Atienza, conduce a Hiendelaencina a través de Naharros.

   Ya se habían llevado a cabo las obras que desde Hiendelaencina, y a través de Cogolludo, conducían a Guadalajara, obras que se prolongaron a lo largo de varios años. El último tramo, el de Hiendelaencina a Atienza, se encomendó a la contrata dirigida por Juan Bruna, de Hiendelaencina, quien comenzó sus trabajos en dicho pueblo, abriendo la caja de la actual carretera a fuerza de pico y pala, y con alguna pequeña y primitiva maquinaria. Carretera que, con los sucesivos arreglos y ampliaciones, ha llegado a nuestros días.

   En los últimos meses de dicho año de 1928, con Atienza a la vista, y al llegar a la altura del altillo de Cerropozo, en las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, mientras la maquinaría iba abriendo camino, comenzaron a encontrarse algunas piezas de hierro antiguas, uno de aquellos extraños tesoros que los obreros atribuyeron “al tiempo de los moros”, como solía ser costumbre en la época con todos aquellos hallazgos.

   Lo encontrado, espadas herrumbrosas, cuchillos, lanzas y toda una serie de herrajes, fue repartido entre los propios obreros, así como entre el encargado de la obra, Juan Bruna, quien a su vez, y por la curiosidad del hallazgo, hizo múltiples regalos entre gentes de Atienza y Hiendelaencina. Alguno de aquellos objetos fue a parar al entonces diputado provincial, don Luciano Más, e incluso el párroco de Atienza, don Julio de la Llana, fue obsequiado con una hermosa lanza.

   Años antes, en la prolongación de la carretera de Berlanga, al pie del cerro del Padrastro y a la altura de la actual Fuente de la Mona, se habían encontrado algunas piezas semejantes que, más o menos, fueron repartidas de igual manera; y unos años atrás, en 1913 y en Hijes, con la misma casualidad, se había descubierto una necrópolis ibérica que llevó al marqués de Cerralvo, a través de don Julio de la Llana, entonces párroco de Miedes y por correspondencia de Hijes, a estudiarla con detenimiento, pasando muchas de las piezas allí encontradas a la colección particular de Cerralvo, otras pasaron al Mueso Arqueológico Nacional, y otras pocas quedaron en manos de quienes las hallaron pensando tal vez que lo que tenían en sus manos era un tesoro de incalculable valor.

   Cuando en aquel mes de diciembre de 1928 comenzaron a aparecer aquellos objetos en Cerropozo, y tras llegar a don Julio de la Llana la famosa lanza, este, no conformándose con tener aquella pieza como mero recuerdo, comenzó a escribir a amigos y conocidos dando cuenta del hallazgo, e igualmente lo hizo a la prensa provincial ensalzando lo encontrado y pidiendo ayuda para que todo aquello no se perdiese sino que, por el contrario, alguien más entendido que él se hiciese cargo de una posible inspección y su correspondiente estudio:

   “Los obreros de la carretera han descubierto por el altillo de Cerropozo espadas antiguas, frenos de caballo, fíbulas, broches mohosos y enseguida ellos y nosotros hemos formulado el interrogante ¿de dónde proceden?

   No cabe en mi presunción resolver esa incógnita, pero me permito recordar que en 1913, en una necrópolis que por orden del Excmo. Sr. Marqués de Cerralbo se estaba descubriendo en el pueblo de Hijes, tuve ocasión de ver objetos muy parecidos a los aquí encontrados, más cortas las espadas y más deleznables…

   A las preguntas que hice al encargado del trozo en que se descubrieron los objetos arqueológicos, me contestó amablemente diciéndome que aquí las armas no se habían encontrado en hoyo, sino esparcidas; que no aparece estela funeraria de sepulturas, ni urnas, pero si pizarras de plano que parecen lápidas y que sí que le sorprendió que la tierra de aquel sitio era distinta a la del resto del suelo. La contestación, para los arqueólogos ¿no será una necrópolis?”

   Cuando don Julio de la Llana envía esas cartas y hace esos comentarios corren los primeros días de enero de 1929, y uno de los receptores de aquella misivas será el párroco de Membrillera, don Justo Juberías Pérez, arqueólogo y colaborador de don Juan Cabré en múltiples trabajos, y alumnos y herederos a su vez, de la obra del Marqués de Cerralbo.

   Don Justo Juberías no tarda en dar a conocer a don Juan Cabré las noticias que le llegan de Atienza y, tratando de buscar los medios para llevar a cabo una inspección en toda regla dando por buenas las noticias que le envía el párroco de Membrillera y este a su vez las de don Julio de la Llana, se dirige a través de varios escritos a la Junta Superior de Exacavaciones y Antigüedades, para solicitar permiso a fin de llevar a cabo los trabajos necesarios, así como la consiguiente subvención con la que costearlos. Anuncia en su escrito que, en caso de que la Junta no conceda cantidad alguna para llevar a cabo los trabajos necesarios, estos serán pagados de su propio bolsillo.

   La Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, a la que llega el escrito a finales del mes de enero, y tras una reunión previa el día 29, anuncia al señor Cabré la autorización para llevar a cabo dichos estudios preliminares, concediéndole una subvención de 1.500 pesetas para llevarlos a cabo.

   La noticia es recibida por don Julio de la Llana con la alegría correspondiente, puesto que es urgente llevar a cabo aquellos trabajos puesto que la carretera avanza y, en caso de encontrarse allí lo que imagina, todo podría ser destruido o caer en manos de personas extrañas, haciendo que todo desaparezca.

   Le llega a través de una carta de don Justo Juberías el 7 de febrero:
   “…te advierto que algunos, con gran ligereza de juicio creyeron que se trataba de una cosa imaginaria…”

   Igualmente, y en la extensa carta, le anuncia la visita del señor Cabré junto a sus más íntimos colaboradores, para el día 11. Entre esos colaboradores estarán, por supuesto, el propio Juberías así como la hija de Cabré, Encarnación, quien desde que tiene uso de razón acompaña a su padre en todas sus inspecciones arqueológicas, y es la encargada unas veces de realizar las fotografías sobre el terreno, y otras de levantar planos y de realizar la recomposición de las piezas a través de sus dibujos. Igualmente les acompaña su capataz de obras, José García Cernuda.

   Los visitantes son recibidos por don Julio en la plaza de San Juan, y este, previamente a llevarlos al lugar en el que se realizan los trabajos, los acompaña a visitar la villa en unión del alcalde, don Trinidad Galán. Es la primera vez que Juan Cabré y su hija se encuentran en Atienza. La visita es seguida con cierta expectación por los vecinos, e incluso por los chiquillos del pueblo, que los siguen hasta el castillo. Entres los invitados a conocer a don Juan Cabré, y si lo desean acompañarles al lugar del descubrimiento, se encuentran los propietarios de las tierras en las que aparecieron aquellos objetos, don Eloy Asenjo, de Atienza, y don José Gamboa, de Sigüenza. Ambos, a través de documento escrito, autorizan los trabajos que han de llevarse a cabo, y aunque don José Gamboa lo hace por carta y no se desplaza hasta Atienza, don Eloy Asenjo si que acompaña en la inspección preliminar al equipo de don Juan Cabré.

   Tras la obligada visita al pueblo, al mediodía de aquel 11 de febrero, en los vehículos de Cabré y de don Justo Juberías, se trasladan hasta el altillo de Cerropozo, donde los aguarda el señor Bruna con su cuadrilla y este da cuenta de todos los pormenores del hallazgo, así como de las personas a las que se les entregó alguna de las piezas, en su mayoría personas de Hiendelaencina, así como los anteriormente citados señor Más y Julio de la Llana, así como al maestro de Naharrros, don Pedro del Olmo, quienes confirman a Cabré que harán entrega de lo que recibieron del señor Bruna. Don Julio de la Llana entrega su famosa lanza; Luciano Más una espada de antena, don Pedro del Olmo una hoja de espada y una lanza, y el propio Bruna  el grueso de lo recogido: una espada de antena, una hoja de espada, catorce lanzas, dos bocados de caballo, un filete de doma de caballo, unas trébedes, clavos, fíbulas, y toda una serie de objetos que serán donados al Museo Arqueológico Nacional.

   Don Juan Cabré, previamente a comenzar las excavaciones, realiza un extenso trabajo de campo en la zona, que abarca desde las inmediaciones de la ermita de Santa Lucía, hasta el los altos del Hontanar, e incluso parte de la Bragadera, donde encuentra toda una serie de piedras talladas que le confirman la impresión primera de que por aquella zona hubo, efectivamente, un poblado íbero.

   Llama su atención, en aquella primera visita al lugar en el que se hicieron los hallazgos, la ausencia de cerámicas, probablemente diseminadas con las explanaciones del terreno. Piezas que posteriormente hallará y, una vez iniciados los trabajos, irán apareciendo toda una serie de tumbas con sus correspondientes ajuares.
   El informe que eleva a la Junta Superior de Excavaciones es extenso y minuciosamente documentado:
   “En el lugar preciso del hallazgo de la aludida raedera discoidal, o sea, a 100 metros de la ermita de Santa Lucía, los desmontes de tierra para la explanación de la carretera dejaron al descubierto una gran extensión de restos de construcciones de apaarejo muy tosco, régulas de aspecto romano, cerámica, huesos humanos, mucha tierra negra y cenizas y algunas piedras, al parecer todavía hincadas. Este lugar, ¿será una de las ramificaciones de la necrópolis o simplemente indicios de viviendas de época indeterminada, predecesora a la actual construcción de la ermita?

   A unos cuatrocientos metros del Alto de Cerropozo, y a la derecha del collado, por el que pasa la nueva carretera, se acusan perfectamente cimientos de construcciones antiguas y se llama a dicho lugar Casarejos. Tal despoblado, ¿pertenecerá acaso a las mismas gentes de la necrópolis?

   Los obreros que intervinieron en el vaciado de la caja de la carretera en el Altillo de Cerropozo creían cándidamente que las armas y otros objetos que se encontraron serían abandonados en la refriega de una gran batalla campal que se libró allí entre moros y cristianos”.

   Tras aquella inspección visual, comenzaron los trabajos de excavación, sacando a la luz toda una serie de objetos:

   “Lo primero que se halló fueron dos lajas de pizarras, que juntas la una a la otra descansaban en sentido plano sobre el nivel de la gravilla. Eran de contorno rectangular, de unos cuarenta centímetros de lado y ni encima, ni debajo, ni alrededor de ellas, había objetos arqueológicos”.

   Era una decepción, por supuesto, no obstante, las piezas que le habían sido entregadas evidenciaban lo que allí hubo, por lo que los trabajos debían de continuar:

   “A los 2,60 metros de ellas, y a unos sesenta centímetros de profundidad, encontramos la primera sepultura…”

   A aquella primera le seguirían otras veinte, en las que fueron apareciendo piezas que el propio Cabré comparó con las halladas en el castro de las Cogotas, en Cardeñosa, provincia de Avila, emparentando así a los primitivos pobladores de aquel castro atencino, con los vettones avulenses de la cultura de los berracos.

   Las excavaciones se prolongaron desde la primavera hasta el verano de aquel año de 1929, elevando don Juan Cabré su Memoria a la Junta de Excavaciones Arqueológicas a finales de aquel mismo año, pidiendo que se habilitasen fondos para demarcar la zona y proceder a nuevas excavaciones, que no volvieron a realizarse:

    “Por último, referente al emplazamiento de cuantas sepulturas hemos podido determinar, no se observa un plan metódico. Halláronse las tumbas dispersas, sin orden, a diferente distancia  entre si y profundidades, con estelas y urnas, o sin ellas, estas calzadas y sin calzar, y recubierta a veces la superficie del terreno en que yacían los ajuares funerarios y los ustrino  con una capa o piedras de pequeño tamaño. Esta necrópolis ofrece singularidades propias, muy dignas de consideración para el estudio de la Segunda Edad del Hierro de la Meseta Castellana, y su mayor parte pertenece, probablemente, al pueblo celtibérico, pero al primer periodo de su desarrollo”.

   Don Julio de la Llana trató por todos los medios de que aquellos trabajos se reanudasen, e incluso de que se acotase el terreno, para que se llevase a cabo en él una especie de parque para el estudio de aquella cultura, el propio Justo Juberías le había confirmado la importancia de los hallazgos:
   “La necrópolis es notable bajo todos los puntos de vista, histórico, religioso y científico. De Atienza se ha escrito mucho, como de todas las ciudades antiguas; los descubrimientos del señor marqués de Cerralbo demuestran hasta la evidencia que Atienza fue muy poblada en la época neolítica, y en sus términos inmediatos existen monumentos de arte rupestre, como cavernas artificiales, cerámica, hachas, flechas y curiosísimos grabados… Atienza está en el corazón de estos descubrimientos, y esta nueva necrópolis aclara muchas cosas.
   Te felicito, como atienzano y como sacerdote, esta clase de estudios han puesto en muy alto el nombre de nuestra Diócesis, porque no hay otra que presente tantos descubrimientos en España, algunos, únicos en el mundo”.
   El trabajo de don Julio de la Llana concluía, no obstante, había dejado para el futuro una interesante aportación para la historia de Atienza:


   “Me felicito pues de mi humilde actuación de que no haya pasado desapercibido mi sencillo trabajo para que Atienza, que ya ocupa relevante lugar en la historia, sea conocida también bajo otros aspectos y figure en los libros de texto de los centros docentes con motivo de estos estudios”.

   Don Julio de la Llana aspiraba a que, una vez iniciados aquellos trabajos, se continuase por otros lugares, ya señalados por el marqués de Cerralbo en sus visitas a Atienza:

   “Existen algunos abrigos que yo he visitado, uno de ellos llamado “Las Cuevas”… Hay otra caverna curiosa en el sitio denominado “Los Arenales”, picada en la roca, de entrada angosta, que tuerce a la derecha y luego se ensancha, midiendo unos cinco metros de ancho por unos cincuenta de largo y otro tanto de alto. Cerca de la entrada se halló cerámica que nuestro amigo señor Juberías calificó de ógnica. Sobre una peña notamos algo así como una figura estilizada…”

   Pero llegó la república, después la Guerra Civil y, más tarde, el olvido definitivo de la Necrópolis Ibérica del Alto de Cerropozo en Atienza, del que únicamente, y como curiosidad para los visitantes, quedan las piezas halladas por Cabré y por el señor Bruna, como testigos mudos de lo que Atienza fue hace miles de años, en el Museo Arqueológico Nacional.

   La memoria e informe de dichas excavaciones, junto a las láminas que acompañan este trabajo, fueron redactadas por el equipo de don Juan Cabré y presentadas a la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, que las publicó en 1930, bajo el título de “Excavaciones en la necrópolis celtibérica del Altillo de Cerropozo, Atienza (Guadalajara), practicadas bajo la dirección de don Juan Cabré, con la colaboración de don Justo Juberías”. Se editaron en Madrid, en la imprenta de la tipografía de archivos. Las reseñas y testimonios de don Julio de la Llana pertenecen a sus propios escritos.