miércoles, marzo 25, 2015

LAS PRIMERAS FIESTAS DEL CRISTO, 1755



LAS PRIMERAS FIESTAS DEL CRISTO, 1755
Por Tomás Gismera Velasco

   Apenas despuntó el día, aquel del 5 de octubre de 1755, todas las campanas de la villa comenzaron a sonar en un alocado volteo anunciando a todos los vecinos de Atienza el comienzo de unos días festivos memorables, como nunca antes se habían vivido, y que habían de ser recordados a lo largo de muchos años.

   Desde bastantes días antes, meses incluso, habíase ido corriendo la voz por la comarca de los grandes festejos que, en Atienza, se preparaban para honrar a su patrón, el llamado Cristo del Amparo, que hasta entonces había ocupado una pequeña capilla a la izquierda del altar mayor de la iglesia de San Bartolomé.
   La mucha devoción de los atencinos y de las gentes de la comarca hicieron pequeña aquella capillita, y porque el patrón de Atienza no merecía menos, en 1692 comenzaron los atencinos a ofrendar algunos de sus bienes con el fin de costear una nueva y más acorde capilla que se adecuase a la veneración que aquellas gentes sentían por aquel a quienes se acudían a encomendar.

   A lo largo de cincuenta años se fueron obrando los trabajos conforme los dineros llegaban y así, para aquel 5 de octubre todo estaba dispuesto para que fuese memorable la jornada, después de haber gastado cerca de cuatrocientos mil reales en las obras.

   Días antes comenzaron a llegar a la villa en interminable procesión toda una legión de pobres, invitados y curiosos, atraídos por la fama de la villa y los comentarios que, de pueblo en pueblo, corrieron como reguero de pólvora, sobre los acontecimientos que, en Atienza tendrían lugar aquellos días. Fondas y posadas habíanse preparado para recibir a aquellas personas venidas de toda la provincia, y el propio Ayuntamiento buscó buen acomodo en casas de postín para aquellos otros invitados que, representando ciertas jerarquías, llegaron a la villa aquellos días.

   Trabajaban a destajo las tabernas y los mesones por dar servicio a quienes llegaban, y cuadras y corrales tenían cubierto su cupo de mulos y caballos, viéndose los sobrantes por cerradas y arreñales, mientras que por las calles del pueblo paseaban mendigos y curiosos.

   A eso de la media mañana se atisbó a ver, por el camino de Sigüenza, la esperada comitiva del obispo, el ilustrísimo Díaz Santos de Bullón quien, acompañado de su auxiliar, el prelado de Azadén, venían a diginificar el evento, seguidos de un nutrido grupo de clérigos y seglares, a lomos de mulas los unos, en calesa los demás.

   A las puertas de la villa los recibieron los prelados del pueblo y, en auténtica procesión, abriéndose paso a duras penas entre el gentío que los aclamaba, llegaron a la iglesia de San Bartolomé, ocupada ya por una auténtica multitud de fieles. 

   Aguardaban allí los miembros del Concejo, invitados y cuantas personas de calidad tenían residencia en Atienza, y ya en el templo ocupó el obispo lugar preferencial, haciéndolo de igual manera los del Concejo, Cofradías y Hermandades que, en semejante días se hermanaban aún más por dar mayor  relevancia a aquellos actos. Allí estaban la Cofradía de la Santa Trinidad, la de Santiago de los Caballeros, San Martín y cuantas en la villa tenían cierto grado de relevancia.

   La iglesia lucía como verdadera ascua de oro, profusamente iluminada con hachones de velas los retablos y, tras la solemne misa, procedió a correrse el cortinaje que cubría la nueva capilla del Cristo y, a los acordes de la marcha real, entonada por el órgano, y ante la reverencia de los atencinos, se procedió al traslado de la imagen del Cristo, desde la antigua, a la nueva capilla.

   En nada, ciertamente, se parecía aquella recién inaugurada a la anterior. Orgullosos de su obra estaban los descendientes y familiares de los que la levantaron, alguno de los artífices ya fallecido. Pero allí, en sitio preferente, se encontraban, vivos o representados, el maestro alarife, Jerónimo del Peredo o Diego de Madrigal, quien trazó el retablo; así como Pedro de Pastrana que llevó a cabo la labor de forja y  montó la rejería, y José Navarro, a quien se encargó la decoración y vio con malos ojos cómo las paredes eran cubiertas, luego de su traza, por enormes tiras de tela carmesí allí donde no había cornucopias, adornos o salientes.

   Tras el acto se celebró en el pueblo un gran convite en el que participaron propios y extraños, pues a cuenta del común se dio de comer y beber a los invitados, y se ofreció ración sobrada de pan y carne a cuantos pobres y necesitados acudieron en su busca.

   Aquella noche, y con gran concurrencia de público, se representó en la plaza mayor “La devoción de la Cruz”, obrita de don Pedro Calderón de la Barca, a cargo de un grupo de cómicos llegados de Guadalajara.

   Y si memorable fue aquél día,  no lo sería menos el siguiente, cuando con los mismos fastos tuvo lugar la entronización del Santísimo Sacramento en la nueva capilla que, desde aquél día, pasó a llamarse del Santo Cristo de Atienza; y si el anterior los cómicos tuvieron éxito, lo volvieron a repetir con el teatrillo de Tirso de Molina “El vengador en palacio”, y ya la noche cerrada, en la plazuela de la iglesia de San Bartolomé se hizo un gran fuego con muchas y grandes fantasías, y tras aquél se quemaron cinco árboles de rara invención y artificio, en los que la pólvora y el fuego jugaban a su antojo, de tales maneras que daba espanto verlos explosionar, pues nunca antes se habían visto semejantes artificios, traídos como lo eran, de las zonas de Levante.

   Tras aquellos dos días de gloria y exaltación al Santo Cristo, quiso el Ayuntamiento que los siguientes fuesen de festejos, y que se celebrasen corridas de toros y toretes, y así, a lo largo de dos días completos, tanto por la mañana como por la tarde, se dieron toros en la Plaza del Concejo, llamada por el pueblo, del Trigo; acondicionada para los actos, y presididos por los cargos representativos de la villa, desde los balcones de la casa municipal que presidía la plaza en la esquina de la calle de la Zapatería.

   Eran traídos los toros y toretes muy de mañana, corridos por mozos a caballo, desde los prados de la Guadiña hasta el pueblo, y por sus calles eran jaleados hasta la misma plaza donde quedaban encerrados.

   Por las mañanas eran los mozos del pueblo quienes trataban de mostrar su valentía; por la tarde toreadores de Ronda. Siendo sacrificados los astados en la misma plaza y a petición del público, a lo que accedió el Concejo en evitación de disturbios, aún a pesar de no contar con la facultad real para llevar a cabo el sacrificio de las reses.

   Tras hacerlo, se repartió la carne entre los hospitales y necesitados de la villa, y dando gracias al Santo Cristo por aquellos días pasados en los que, por su intercesión no hubo la más leve desgracia, dejando aquella festividad un buen recuerdo en propios y extraños, y poniendo el primer eslabón para los que llegasen después, año tras año.