martes, marzo 24, 2015

MARIA PACHECO, EL ULTIMO COMUNERO,



MARIA PACHECO, EL ULTIMO COMUNERO,
Por Tomás Gismera Velasco.

   Tal vez el nombre de María Pacheco nos suene en cierto modo extraño. Sin embargo sí que habremos escuchado hablar de La Ultima Comunera, La Leona de Castilla, La Brava Hembra o La Centella de Fuego, con estos apelativos y algunos más pasó María Pacheco a la historia.

   Hija del segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, don Iñigo López de Mendoza y de doña Francisca Pacheco, nieta por línea directa del marqués de Santillana y de don Juan Pacheco, primer marqués de Villena. Sobrina del Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza, del primer duque del Infantado, etc, etc.

   María no nació en Guadalajara, sino en Granada. Hay que remontarse a la unificación de los reinos peninsulares, a la toma de Granada concretamente, para encontrar en ella a la práctica totalidad de la familia Mendoza peleando al lado de Isabel la Católica. Allá estuvieron con sus huestes el duque del Infantado, el Gran Cardenal o el Gran Tendilla. Los encontramos en la toma de Alhama y de Loja, por el año 1482. Coín, Cártama o Ronda, en 1484. En los dos Vélez en el 87. El Cenete, Porchuna, Montefrío, donde intervino nuestro famoso Doncel de Sigüenza, Martín Vázquez de Arce, en el Poniente Granadino, y tantos lugares más.

   Hermana de don Bernardino de Mendoza, gran marino y militar, con una historia novelesca. En su juventud equipó a sus expensas dos galeras con las que se dedicó a perseguir a los piratas berberiscos. Tomó parte en la campaña de Túnez, primera acción de Carlos I contra la piratería. Para entonces Bernardino ya contaba con doce galeras, y quedó como gobernador del fuerte de La Goleta. Derrotó en alta mar a los temibles piratas Caramaní y Ali Amet, a los que les arrebató 10 galeras, hizo 400 prisioneros y liberó a 847 cristianos cautivos de los piratas. Consejero de Estado de Felipe II, capitán general de las galeras de España, contador mayor de Castilla, etc. etc.

   Hermana de Diego Hurtado de Mendoza, el poeta, una de las personalidades más notables de la corte española de Carlos I, en la que ocupó puestos como embajador en Inglaterra, Venecia y Roma. Fue una de las personas en quien más llegó a confiar la triste reina de Escocia, María Estuardo, la reina Mártir, quien a través de él pidió ayuda al rey de España y a don Bernardino entregó alguna de sus joyas para que las hiciese llegar a España, fue representante de Castilla en el Concilio de Trento, y autor de obras como Fábula de Adonis, Hipómenes y Atalanta, o de la Historia de la Guerra de Granada, e incluso se le llegó a atribuir la autoría del Lazarillo de Tormes.

   María eligió el apellido materno porque tenía dos hermanas con el mismo nombre, María de Mendoza, que se casó con el conde de Monteagudo, de los Mendoza sorianos, y fue llamada La Santa, y una segunda hermana natural, también de nombre María de Mendoza, de la que poco se conoce, nacida tras la segunda viudedad de su padre, quien como todo potentado de la época tuvo hijos legítimos e ilegítimos.
   No se conoce exactamente el año de su nacimiento, si bien en algunos documentos relacionados con su matrimonio, cuyos esponsales se celebraron en 1511, se dice que entonces tenía 15 años, lo que hace suponer que debió de nacer en 1495 o 96. Tampoco el orden de su nacimiento, si bien se sabe que el virrey don Antonio era mayor que ella y Bernardino era menor.

   María Pacheco aprendió latín, griego, matemáticas, letras, historia, era muy docta en las Sagradas Escrituras, y parece ser que gozaba de una especial predisposición para la poesía. Educada en el ambiente renacentista y tolerante que rodeó la corte de su padre en Granada. Aprendiendo al lado de los conversos granadinos, como hicieron sus hermanos, a congeniar y comprender a lo que entonces comenzaban a ser minorías étnicas, los moriscos o los judíos conversos, muchos de los cuales seguían, a escondidas, con sus ritos.

   Poco más se conoce de su infancia, salvo que su madre falleció entre 1504 y 1507, y que heredó como buena Mendoza, un genio muy particular que sacó a relucir por vez primera cuando su padre el conde, en uno de aquellos negocios de familia, comprometió su matrimonio con un joven hidalgo toledano, quien a juicio de María no estaba a su altura. Ella pertenecía a la alta nobleza mientras que su futuro esposo, Juan de Padilla, no era más que un simple infanzón, hijo de Pedro López de Padilla, un casi desconocido caballero toledano, y sobrino de Gutiérrez de Padilla, comendador mayor de Calatrava, con quien el conde quería emparentar para estrechar alianzas en torno a las tierras y villas que le correspondieron tras la conquista de Granada. Los Padilla a pesar de que esta rama de la familia era la menos poderosa, era una familia de la vieja nobleza castellana que surgió de un antiguo poblado, Padilla de Yusco, conocida actualmente como Coruña del Conde, en la provincia de Burgos. Desde 1469 condado propiedad de nuestro conocido don Lorenzo Suárez de Figueroa. Otro Mendoza.

   La parte de mayor rango familiar de los Padilla, fue la que emparentó con los Manrique de Lara mediado el siglo XV. De una de las ramas de estos Padilla, originarios de Burgos, y establecidos a través de Juan Fernández de Padilla en Jerez de la Frontera, surge nuestro Juan de Padilla. Su padre, Pedro López de Padilla, era mariscal de Castilla, alcaide de la Peña de Martos y de Torredonjimeno, en Jaén, y Señor de Novés, en Toledo. Mucho título, pero escasa nobleza, a juicio de María Pacheco.

   En las cláusulas matrimoniales, además, a María Pacheco se la obligaba a renunciar a la herencia paterna y a todo pleito que pudiera surgir en torno a la sucesión en títulos y haciendas del Gran Tendilla, a cambio de una suculenta indemnización que por entonces suponía una cifra impresionante, que demuestra por otro lado la riqueza de los Mendoza. Se le entregaron cuatro millones y medio de maravedíes, cantidad que trasladada en el tiempo hubiese sobrado para financiar dos viajes de Cristóbal Colón a América, si se hubiese llevado a cabo en ese año, 1511, y que en el nuestro, en este 2005, serían algo más de doscientos millones de las desaparecidas pesetas, siguiendo el cálculo monetario que en su día hizo el profesor Domínguez Ortíz.

    Parece ser que de entre todos sus hermanos, María congenió en mayor medida con dos de ellos, con María, la condesa de Monteagudo, y con Diego Hurtado de Mendoza, que fuese el gran poeta e historiador, además de embajador de Carlos I.

   Juan de Padilla era bastante diferente a María, unos años mayor que ella, se supone que diez o doce, y bastante más indeciso, por lo que no resulta extraño que en el matrimonio y futuras decisiones fuese María, brava hembra, quien llevara la voz cantante. Los desposorios tuvieron lugar en Granada el lunes 18 de agosto de 1511 y la boda se retrasó hasta el 18 de enero de 1515, instalándose el matrimonio en Porcuna, provincia de Jaén, donde su tío, el comendador de Calatrava, procuró a Juan de Padilla una tenencia con la que subsistir.

   Anduvo el matrimonio por Martos y Cazorla, alcaidias que pertenecían a la familia, donde Padilla se ganó cierta reputación militar entre los partidarios del infante don Fernando, al que una parte de la nobleza castellana quiso sentar en el trono en lugar de a su hermano, Carlos I. El infante don Fernando había nacido en Alcalá de Henares en 1503, y posteriormente sería rey de Bohemia y Hungría, rey de romanos, emperador germánico y archiduque de Austria, a través de su matrimonio con Ana de Bohemia.

   Padilla, como su familia, fue partidario de Fernando, mientras que los Mendoza lo eran de Carlos. Luis Hurtado de Mendoza, tercer marqués de Mondéjar y Tendilla, trató de convencer a su cuñado para que se pasase al partido de Carlos, al que todos veían ganador, cosa que evidentemente no logró.

   El matrimonio se trasladó a Toledo en 1518, donde Juan de Padilla sucedió a su padre como capitán de armas en los inicios de los disturbios que habían de concluir en la famosa guerra de las comunidades, cuando una vez fallecido Cisneros, Carlos I repartió el poder de los reinos castellanos entre sus fieles seguidores flamencos, ganándose, como no podía ser de otra manera, la antipatía del pueblo. Mucho más, si tenemos en cuenta que además de todo lo que contra el nuevo rey corría, llegó a afirmarse una acusación más, la del envenenamiento del Cardenal Cisneros en Boceguillas, en la provincia de Segovia, cuando acudía a su encuentro. En Toledo, opuestos a Carlos I, había al menos dos facciones de poder agrupadas en torno a las familias Ayala y Ribera. Juan de Padilla se unió con Hernando de Avalos, cabeza de los Ayala, quien no duda en definirlo como hombre descontento y amargado, difícilmente capaz de pasar desde la indignación a la acción, pero aquí es donde entra nuestra María Pacheco para quien nada parece ponerse por delante y empuja a su marido a la acción.

   En Toledo surgieron, como en otras capitales, las lógicas quejas ante la excesiva solicitud de fondos que Carlos I solicitó para llevar a cabo sus campañas, y allí se alzaron como promotores de la protesta Hernando de Avalos y  Pedro Lasso de la Vega, de la noble familia toledana de la que surgió Garcí Lasso de la Vega, a quienes, incitado por su mujer, se unió Juan de Padilla en 1519.

   El pueblo de Toledo impidió que el 16 de abril de 1520 sus regidores acudiesen a Santiago de Compostela a la llamada del rey Carlos para celebrar las famosas cortes de La Coruña, lo que es aceptado como el comienzo del movimiento comunero.

   Habitualmente suelen confundirse los términos que dieron lugar a los futuros enfrentamientos entre los comuneros y las tropas de Carlos I, revistiendo la lucha como una reivindicación de la independencia castellana.

   Los comuneros del siglo XVI no luchaban por esa independencia, al menos en los comienzos, sino por sus propios intereses. Lo que buscaban evidentemente no era el que los flamencos dejasen de dominar Castilla, sino que a ellos no les quitasen lo que les correspondía en cargos y tenencias de villas y ciudades. Mientras que a la alta y poderosa nobleza apenas se la tocaba, a la baja nobleza se la sometía a perder prebendas y pagar nuevos tributos, como a las ciudades. De ahí que mientras los grandes señores que mantenían su poder seguían en su mayoría fieles a Carlos I, la pequeña nobleza que perdía privilegios se levantaba en armas. Era, por decirlo de alguna manera, la lucha de la hormiga contra el elefante. Los alzados en las guerras comuneras, eran lo que podríamos definir como la nueva buguesía de la baja nobleza, clérigos y comerciantes.

   El incendio de Medina del Campo, uno de los mayores enclaves comerciales de Castilla, en agosto de 1520 por los imperiales al mando de Antonio de Fonseca, provocó la indignación y avivó el levantamiento, transformándose en una guerra civil.

   Que los comuneros alcanzaron un fuerte respaldo por el pueblo no cabe la menor duda, a fin de cuentas el pueblo era quien tenía que hacer frente a la exigencia constante de nuevas contribuciones, a la presión que ejercieron en las distintas ciudades castellanas los nuevos gobernantes puestos por Carlos I, a quien Castilla poco le parecía interesar entonces, sino era para llevarse sus contribuciones.

   Castilla, y no los reinos de España, puesto que el movimiento comunero se centró en la vieja y nueva Castilla, la que se extendió desde Cantabria hasta Cuenca, pasando por Toledo. Quedaron prácticamente al margen de estos levantamientos la Castilla Ulterior, lo que hoy conocemos como Andalucía, prácticamente en manos de las grandes familias, hubo algunos movimientos en Sevilla y Jaén, a cuenta de la baja nobleza, y no se conoce ningún levantamiento en la Castilla Extrema, es decir, Extremadura, así como Galicia, Asturias y las provincias vascas, estas por tener una consideración con una dudosa definición, que ha dado lugar a múltiples interpretaciones históricas de todos conocidas, en palabras del profesor Domínguez Ortiz, "la nobleza universal de los vizcaínos era el producto de un equívoco del que ellos supieron sacar partido, más próximo a la realidad hubiera sido decir que entre los vascos existía un régimen de indiferencia social en el que el estado plebeyo o pechero no existía. El gobierno aceptó la teoría de que puesto que no eran plebeyos tenían que ser hidalgos, ya que no se concebía otra forma de organizar la sociedad".

   El norte, poco urbanizado, no se movió. Andalucía, muy dominada por la nobleza tampoco, hubo pequeños movimientos en Murcia, Córdoba, Jaén, Ecija, Andujar, Ubeda, Sevilla, Jerez, Antequera y Cádiz. El núcleo activo estuvo constituido por dos ciudades industriales, Toledo y Segovia, fue secundado por Madrid, Valladolid, Salamanca, Medina, Guadalajara, Cuenca, Avila, Zamora, Toro, Soria, Palencia, León, y otras ciudades. Burgos quedó al margen tal vez porque su burguesía mercantil estaba demasiado relacionada con Flandes como para arriesgarse a una ruptura.

   Por supuesto que tampoco entraron los reinos de Valencia o Aragón, que tenían distinta capacidad jurídica y legislativa, y donde surgieron las germanías, que aunque a veces se las ha comparado con la guerra de las comunidades, nada tienen que ver.

   Tenemos pues una Castilla dividida entre alta y baja nobleza, entre familias y poblaciones, cada cual, como vulgarmente diríamos, arrimando el ascua a su sardina.

   Se corrió la voz del envenenamiento a que fue sometido el Cardenal Cisneros en Boceguillas, en la provincia de Segovia, entre otras muchas de las acciones de los imperialistas, y descartado el infante don Fernando como posible rey de Castilla, quedaba la baza de la reina doña Juana, a la que los comuneros acudieron con intención de buscar su respaldo. Lo habrían conseguido de no pecar de indecisión.

   El respaldo de la reina Juana hubiese sido suficiente para que el movimiento hubiese triunfado. Sin embargo Juana no se fió de los comuneros. La tan traída y llevada locura de la reina fue en aquellas circunstancias una pieza clave.

   Sobre la locura de la reina no conocemos más que lo que se escribió en la época por quienes necesitaban incapacitarla. Por supuesto que tras más de cuarenta y cinco años de encierro debió de terminar loca, ¿quien no? Sin embargo, antes y después toda una pléyade de personajes vivían de su supuesta locura, desde los marqueses de Denia, hasta un mayordomo de la reina en Tordesillas, Beltrán de Gamboa, natural de Atienza. Tal vez a expensas de la locura de la reina Juana llegaron incluso hasta Atienza algunas de sus pertenencias a través de la nuera del marqués, dona Catalina de Medrano y Bravo de Laguna, casada con Hernando de Rojas Sandoval, y a cuyas expensas se hicieron importantes obras en el antiguo convento de San Francisco, y que sirvieron a la reina en Tordesillas.

   Pero volvamos a María Pacheco, quien empujo a su marido a la guerra de las comunidades. Juan de Padilla no era hombre resoluto, y otro error de los comuneros fue poner sus ejércitos bajo su mando, todos los historiadores coinciden en que le faltaba decisión y no era un buen capitán, lo mismo que posteriormente entregarlo al mando de Pedro Girón. Quizá el mejor capitán hubiese sido Juan Bravo, primo de María Pacheco, pero aquellas guerras comuneras son otra historia larga y tendida.

   En ausencia de Juan de Padilla, María Pacheco quedó gobernando Toledo, hasta que a la ciudad llegó el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, con quien se vio obligada a compartir el poder.

   Por supuesto que ambos tenían ideas diferentes, y también intereses distintos, pues María se dio cuenta inmediatamente que el obispo Acuña llegaba a Toledo con una clara intención, la de acceder al arzobispado, mientras que María tenía la intención de que el nuevo arzobispo no fuese otro que su hermano don Francisco de Mendoza. Las disensiones llegaron cuando Acuña se proclamó Arzobispo y se ganó la enemistad de María. En ello llegó la famosa derrota de Villalar. Se cuenta que al tener conocimiento de la ejecución de los comuneros, María cayó enferma, se vistió de luto y cubrió su cabeza con un capuz.

   Más si con la derrota de Villalar una a una las ciudades que se alzaron van rindiendo sus armas, no ocurre lo mismo con Toledo, donde María Pacheco se alza como única dirigente, tomando el relevo a su marido. El 28 de abril de 1521, seguida de sus fieles, ocupa el alcázar y dirige la resistencia de la ciudad al emperador, ordenando a las tropas y mandando que Toledo se refuerce con gentes de armas y artillería que ordena traer desde Yepes, nombrando capitanes de sus tropas a Pedro Lasso de la Vega y Hernando de Avalos, quienes no tardan por inclinarse hacía la capitulación al ver que todo a su alrededor parece perdido.

   Pero ella no acepta la rendición, a pesar de ser cercada la ciudad por un ejército de 10.000 hombres al mando del prior de San Juan, poco a poco, María se fue encontrando sola, pues hasta el obispo Acuña la abandonó el 25 de mayo, huyendo de Castilla y tratando de llegar a Francia, fue detenido en la frontera y encarcelado en el castillo de Navarrete, en La Rioja, y posteriormente fue conducido al de Simancas, donde estuvo preso hasta 1526, cuando en un intento de huída, el obispo mató a su carcelero, Mendo de Noguerol, y tras no lograr escapar fue condenado a muerte y ejecutado por garrote el 23 de marzo de 1526.

   Durante nueve meses, tras la derrota de Villalar, resistió María Pacheco en Toledo, dictando leyes, cobrando tributos y organizando la resistencia, e incluso tras la ocupación de Navarra por las tropas francesas de Francisco I, envió a alguno de sus hombres para contactar con los franceses, buscando que aquél ejército llegase a Toledo u ocupase Castilla. De hecho llegaron hasta La Rioja.

   Gastó todo su capital en pagar a las tropas, vendió sus joyas con el mismo fin, y todos los conventos de Toledo, tanto de hombres como de mujeres, por orden suya, fueron saqueados, obligando a los religiosos a que entregasen la plata, el oro y el dinero que poseían, e incluso cuando todo se gastó, ella personalmente se dirigió al Sagrario de la catedral, el 6 de octubre de 1521, y puesta de rodillas, cogió la plata que en ella había, después de que los hermanos Aguirre se quedasen con el dinero que llevaba Juan de Padilla cuando fue hecho prisionero, por supuesto que cuando María tuvo conocimiento de quien se quedó con el dinero de su marido, no le tembló la mano para mandar perseguir a los Aguirre, detenerlos y mandarlos ajusticiar.

   La situación en la ciudad sitiada, como es natural, se fue agravando con el paso de los días, pues incluso los mismos ciudadanos de Toledo, viendo la causa perdida, pedían la rendición. María no dudó en amenazar con los cañones, dirigiéndolos a la ciudad desde el alcázar con intención de bombardearla si fuera preciso, atajando así una incipiente rebelión. Una de las razones que motivaban su resistencia estaba en su situación de ruina, tras quedarse sin capital y ser desposeída de sus bienes, trató por todos los medios de que su hijo recuperase la hacienda de Padilla. Su hermano, Luis Hurtado de Mendoza, negoció que le fuesen devueltos, e incluso llegó a rogar al cardenal Adriano de Utrech, regente del reino en ausencia de Carlos, que se remediase la situación para que su hermana rindiese la ciudad. No lo logró. En tanto las tropas realistas fueron haciendo cada vez más duro el sitio. Hubo diversos combates entre abril y agosto, y el 1 de septiembre comenzaron los bombardeos.

   El 16 de octubre los toledanos sufrieron una seria derrota, firmándose a los pocos días una tregua, el llamado armisticio de la Sisla, en el que intervino como figura principal el obispo de Bari, y el 25 de octubre los comuneros abandonaron el alcázar sin entregar las armas. Muchos de ellos aceptaron el perdón, pero María, con quienes se le mantuvieron fieles, se fortificó en su casa, a donde llevó la artillería, con objeto de seguir resistiendo. A partir de la firma, y durante casi cuatro meses, sitiadores y sitiados llegaron a convivir pacíficamente.

   La actitud de esta última resistencia se centraba en la esperanza de recibir del rey la confirmación al tratado de rendición, al armisticio de la Sisla, pues entre sus cláusulas estaba el que ella alcanzaría el perdón, podría trasladar a Toledo los restos de Juan de Padilla, su hijo conservaría la herencia, se mantendrían los privilegios de Toledo y se garantizaría el perdón a sus ciudadanos. El rey Carlos no aceptó éstas cláusulas. Exigía una rendición sin condiciones.

   En el mes de diciembre, tras las celebraciones de Adriano como papa, se reanudaron los enfrentamientos. Los realistas hicieron más duro el cerco a Toledo, pidiendo la entrega de María y la rendición total de la ciudad a lo que los pocos comuneros que quedaban se negaron, alzándose nuevamente en armas, volviendo a ser castigados en un nuevo bombardeo el 3 de febrero de 1522.

   Gutierre López de Padilla, hermano menor de Juan de Padilla, pasado a los realistas, así como la hermana mayor de María, la condesa de Monteagudo, lograron ese día una nueva tregua, que con todo perdido, María Pacheco aprovechó para huir de la ciudad disfrazada de aldeana y con la ayuda de su hermana y su cuñado se dirigió a Escalona, donde pidió ayuda a su tío. Obtuvo allí una mula, trescientos ducados de oro y algo de comida para el camino. Nadie sabía a donde se dirigía, si bien parecía estar clara en su idea la intención de llegar a Portugal, a donde finalmente llegó con el alcaide de Almazán, que le sirvió de guía, y que había llegado a Toledo con su hermana María.

   Su hijo, Pedro López de Padilla quedó en Castilla, en manos de su tío Pero López de Padilla, quien lo llevó a Alhama, en Granada, donde lo dejó al cuidado del regidor Alvaro de Maldonado, y con quien estuvo hasta su muerte un año más tarde probablemente a causa de la peste. Oficialmente murió de unas bubas.

   María Pacheco fue exceptuada del perdón general que se dictó para los comuneros el 28 de octubre de 1522, y fue enjuiciada y condenada a muerte en rebeldía en 1524. No se puede conocer el número total de comuneros alzados en armas, más si se sabe el número de los que fueron exceptuados del perdón oficial, 283, de los cuales 23 fueron ejecutados, 20 murieron en prisión, otros 20 a causa de la represión que ejerció la alta nobleza. Del resto apenas se conoce nada, si bien se supone que la mayoría huyeron de Castilla. Desde su huida hasta su muerte trataron sus hermanos de que fuese perdonada por el rey sin conseguirlo.

   Murió de un dolor en el costado en la casa del obispo de Oporto en el mes de marzo de 1531, y fue enterrada en el altar de San Jerónimo de aquella catedral.

   En el siglo XIX, se produce la primera vindicación abierta de los ideales comuneros, los liberales reconocen como sus predecesores en la lucha contra la tiranía y colocan los nombres de Padilla, Bravo y Maldonado en el salón de sesiones del Congreso. En el siglo XX se expresó la sospecha de que, después de todo, los dirigentes en gran proporción nobles y clérigos, solo habían pretendido defender sus privilegios, es una de las apreciaciones entre otros de don Gregorio Marañón. Un análisis profundo por parte de otros historiadores se inclina por dar una visión más democrática al movimiento comunero.

      Al menos de algo sirvió aquella revuelta, Carlos I dejó de considerar a España como un lugar del que sacar provecho para empresas de otro calado, y se esforzó por asociarla a sus grandes designios imperialistas. Los comuneros, después de todo, cambiaron de alguna manera la vieja idea que en Europa se tenía de España.
   Su hermano Diego escribió para ella un significativo epitafio.

Si preguntas mi nombre, fue María
si mi tierra, Granada, mi apellido
de Pacheco y Mendoza, Conocido
el uno y el otro mas que el claro día
si mi vida seguir a mi marido
mi muerte en la opinión que el sostenía
España te dirá mi cualidad
pues nunca niega España la verdad.