viernes, julio 07, 2017

GUADALAJARA: EL PAÍS DE LA SAL El distrito salinero de Atienza-Guadalajara distribuyó sal a toda Castilla



GUADALAJARA: EL PAÍS DE LA SAL
El distrito salinero de Atienza-Guadalajara distribuyó sal a toda Castilla

Tomás Gismera Velasco


   Un paisaje blanco comienza por estas fechas a tomar las tierras rojizas de una parte importante de la provincia de Guadalajara, desde sus confines con la provincia de Soria hasta la de Cuenca, a través de los antiguos partidos judiciales de Atienza, Cifuentes y Molina de Aragón. Es el paisaje de la sal. Con los primeros calores el agua se evapora y deja en la tierra esa blancura. En la actualidad todas aquellas salinas que dieron vida a un numeroso grupo de poblaciones se encuentran en total abandono. Las explotaciones se acercan al medio centenar, dejándonos el triste espectáculo de una industria que fue la primera en la provincia hasta el primer decenio del siglo XX. A través de Imón, La Olmeda, Riba de Santiuste, Ocentejo, Tierzo, Alcuneza, Castilnuevo… y tantas más, Guadalajara, o mejor, Atienza, a través de la sal, puso su nombre en la mesa de Castilla, y no sólo en la mesa.

   Aquellas salinas, que ya explotaron los romanos y que con la Reconquista pasaron a ser propiedad de nobles caballeros que acompañaron a los reyes, fueron utilizadas para algo más que aliñar las ensaladas de lechuga y tomate o salar jamones. En aquellos lejanos tiempos en los que la sal de la tierra comenzó a explotarse a nivel industrial no existía mejor método de conservación que la sal. Y servía tanto para conservar los alimentos, como los cadáveres reales en sus largos y aparatosos traslados en pos de encontrar la sepultura eterna.




   Tanto es así que hubo un rey, Alfonso X el Sabio quien, dándose cuenta del poder del mineral decretó, o llegó a la conclusión, de que las salinas habían sido puestas en la tierra por Dios Señor nuestro para bien de los reyes de la tierra, y pasaron a ser, por orden suya, patrimonio de la corona. A partir de entonces las minas de sal fueron suyas y el rey las administraba, y arrendaba y gobernaba, convirtiéndose en uno de los mayores valores de la Casa.

   Hoy las salinas, esas explotaciones que por Imón, La Olmeda o Tierzo vemos abandonadas a su suerte, son recuerdo de tiempos mejores. Hubo unos en los que contó con sus propios guardianes; los albareros primero, los guardas de la sal después, quienes a lomos de sus caballos entraban en los pueblos, y en las casas, para registrar en las arcas de los aldeanos y comprobar que en ellas estaba esa sal que el rey les ordenaba tener. Y es que hubo un tiempo en que cada uno de los millones de súbditos reales estaba obligado, por ley, a consumir una determinada cantidad al año; y todos los animales que pisaban la tierra de Su Alteza, o Majestad, también estaban obligados a consumir una determinada cantidad de sal al año; y si el rey se veía obligado a ir a la guerra y carecía de fondos, aumentaba en unos reales, o maravedíes, el precio de la fanega de sal; tanto para la guerra como para el pago de las tropas, la apertura de un camino, levantar un monasterio o dar, al Señor de los Cielos, el gobierno de una catedral.





   De las salinas de tierra de Atienza, cerca de doscientas explotaciones se llegaron a contabilizar pertenecientes a esta tierra, desde Miedes pasando por Romanillos y llegando a los confines de la provincia de Guadalajara con Cuenca, no sin antes meterse en la raya soriana para abarcar en la misma mano las industrias salineras de Medinaceli, que también pertenecieron a la sin par industria salinera centrada en Atienza, salieron los fondos que ayudaron a levantar la catedral de Sigüenza, el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, el Palacio de la Granja de San Ildefonso, o el Colegio de las Recogidas, de Madrid.

   Los caminos de la sal recorren hoy en día ambas Castillas como lo hicieron las famosas cañadas de la trashumancia. A su vera se levantaron las mejores posadas para que, desde Burgos a Imón o La Olmeda, los arrieros encontrasen descanso para sus cuerpos y cebada para sus bueyes, que a cientos, en estos tiempos, comenzaban a recorrerlos con la pesadez que únicamente son capaces unos cuantos centenares de bueyes que, a su paso, alteraban la vida de los lugares en los que hacían alto, porque se comían su grano y su pasto y se bebían sus aguas.

   Había, también, un tráfico ilegal de esa sal que era riqueza para el hombre, y necesidad hasta tiempos recientes. Pero para eso estaban los albareros, y los guardianes, y sus vigilantes, en forma de los administradores reales que lograron de una de aquellas cortes presididas por sus Católicas Altezas, don Fernando y doña Isabel, que se decretase, para los infractores de la ley, una de muerte que, cuenta la historia, nunca se llegó a aplicar, pero ahí estaba: la pena de muerte por saeta. Que era tanto como morir fusilado… de un disparo de ballesta.





   Claro está que los reyes no ejercían directamente la administración de sus salinas. Las arrendaban a gentes que, a cambio de buenas sumas de dinero, terminaban haciéndose ricos. Primero fueron judíos segovianos los que arrendaron las del partido de Atienza; más tarde banqueros genoveses; el último arrendador de la sal comarcal fue don José de Salamanca, el marqués que se hizo rico a costa de esquilmar sus instalaciones. En medio muchos otros hombres que, para evitar las corruptelas, puesto que la sal era mineral que podía ser fácilmente alterado y de mucho riesgo para meter la mano en la caja, no permanecían en sus cargos más de dos años seguidos; ni los guardas, para que no hiciesen amistades y que de la amistad surgiese el riesgo de la corruptela.

   Claro está que hubo salinas que desde los comienzos de la reconquista de la tierra siguieron en manos de aquellos a los que el rey conquistador se las dio y luego Felipe II se las quitó a cambió de algún que otro señorío y multitud de prebendas, para que la sal, toda y sin riesgo, fuese suya, del rey. Su Sucesor, Felipe IV, ordenó el primer censo conocido, el de la Sal, para que todos sus súbditos supiesen la cantidad que tenían que consumir anualmente.

Los libros ayudan a su conocimiento


   Las Salinas de Tierra de Atienza guardan tras ellas una de las historias más desconocidas, y de mayor calado, de la provincia de Guadalajara. Es un mundo que se ha trabajado muy poco y que empieza ahora, a través de algunos libros, a descubrirse.

   La “Historia de las Salinas de Tierra de Atienza” es un monumento a esa industria que desapareció con el tiempo porque las autoridades provinciales entendieron en su momento que no era bueno invertir en industrias que se encontraban en manos de personas ajenas a la provincia. Sucedía a finales del siglo XIX, después de que la sal, producto estancado, como el tabaco o la gasolina, fuese liberada de ese comercio exclusivo cuyos beneficios iban, directamente, a las arcas del Estado. La sal, el petróleo de su tiempo. La Historia de las Salinas de Tierra de Atienza un mundo apasionante, que engancha.

   Las salinas del partido de Atienza fueron liberadas, y adquiridas, las de Imón y La Olmeda por industriales sorianos y catalanes. Otras muchas se abrieron a terceros. Aquellas que la Majestad de Felipe II ordenó cerrar o destruir a partir de 1562, desde las del Gormellón, en Cercadillo, que fueron de los Mendoza y de don García de Vargas, a las de Morenglos o Miedes de Atienza, que gobernaron damas de la Católica doña Isabel.



LA TIERRA DE LA SAL

   El gran filón de sal, como si de plata u oro fuese, ha de encontrarse en la cresta serrana, entre Romanillos de Atienza y Bochones; por aquellos parajes, fácilmente, como en las de Iniesta, en la provincia de Cuenca, podría hacerse una cata y sacarse la sal en bloques. Por allí se registraron, cuando la sal era negocio seguro, tres explotaciones de místicos nombres: Fe, Caridad y Esperanza.

   En la actualidad hay un proyecto europeo que, como tantos, trata de reactivar estas explotaciones, que tienen tirón turístico y han de ser, en la provincia, objeto por descubrir, mantener y conservar. Los libros ayudan a su conocimiento, pero también las autoridades provinciales debieran de poner en valor un paisaje, el de la sal, y una tierra, la de las salinas, que fue, a lo largo de diez siglos, la seña de identidad de una provincia que, por estos días, cambia su color rojizo por el blanco, y no es de nieve.

En Nueva Alcarria de Guadalajara, Viernes, 7 de julio 2017

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